Por: Carlos Efrén Rangel.
Autlán de Navarro, Jalisco. 21 de junio de 2018. (Letra Fría).- La desaparición de personas es un crimen en donde los rasgos de civilización tocan fondo. Lo fueron durante las terribles dictaduras militares del sur de América en el siglo pasado, y lo son en esta época, en estos municipios donde están nuestros hogares.
Periodistas locales pusieron luz en hechos relevantes: desde Cihuatlán pasa por Autlán un cinturón de alto riesgo que llega hasta Zapotlán. Otras cifras nos recuerdan que en los últimos meses desaparecen cinco personas cada semana. Rubén Martín, por ejemplo nos hizo ver que el Estado gasta más dinero en recuperar coches que en encontrar personas y varios cronistas narraron el horror de cuerpos que desaparecen en ácido.
De este fenómeno hay un rasgo que vuelve más grotesca a la tragedia. Es el discurso que socialmente se construye en torno a los desaparecidos. En redes sociales, en las calles, en las conversaciones de amigos, es muy común que ante una noticia de esta naturaleza lluevan comentarios del tipo: “sólo le pasa a los que andan en malos pasos”, “seguro se la debía a alguien”, “a puro delincuente” y si la víctima es una mujer, el juicio suele ser más duro, a lo anterior hay que sumar recriminaciones sobre la vida íntima. Es decir: hacemos a las víctimas responsables de su padecimiento y más concretamente: es la “impureza moral” de los desaparecidos la razón de convertirse en blanco del crimen.
La realidad se reconstruye con el lenguaje con que la explicamos. Y la manera en que como sociedad narramos a las desapariciones tiene similitudes con las acciones que dicen los libros de historia tuvieron quienes vivieron en Europa entre el siglo V y el XV. A este periodo se le conoce como Edad Media, lapso en el que floreció el arte sacro y la construcción de grandes catedrales, pero en que se apagaron las luces de la ciencia.
Para el año 1361 Europa sufrió una epidemia de peste negra, en la que murió casi la mitad de la población europea. La realidad fue reconstruida con un lenguaje basado en juicios morales: las víctimas se enfermaban por haber cometidos faltas en su comportamiento. Las enfermedades eran consideradas un castigo divino ante humanos de reprochable conducta. La víctima se consideraba por lo tanto, causante de su propio padecimiento, cada quien se buscaba la muerte.
La realidad cambió cuando el lenguaje se modificó junto con una visión científica. Janssen en 1590, Hooke en 1665, Pasteur, Koch varios años después pusieron la realidad bajo la lente del microscopio y relacionaron la enfermedad con bacterias y microorganismos. La razón de enfermarse no estaba ligada al comportamiento. La causa está en otro lado.
Opinamos como medievales cuando culpamos a las víctimas de su propia desaparición. Si bien, ha habido esfuerzos civiles y periodísticos de explicar el fenómeno con mayor detalle, persiste el discurso social en el que quien desaparece, es porque tuvo algo qué pagar, porque se lo merecía, porque andaba en malos pasos, porque andaba de puta…
Fueron diez siglos de culpar a los pecados de las enfermedades. Ojalá que nuestro renacimiento no tarde tanto, ni nos siga costando tantas vidas.
AJEM