La caída de gobiernos en Nepal y Bulgaria a raíz de movimientos sociales recientes constituye uno de los desafíos más profundos para la tradición en el pensamiento liberal. No se trata simplemente de un par de crisis políticas, sino de fracturas en el proceso de construcción del Estado, uno que, paradójicamente, funciona tan bien en su lógica de mercado y administración fragmentada del orden público que termina debilitándose, disolviéndose en pequeñas réplicas organizacionales, desagregando su soberanía y dispersando su legitimidad.
Esta desintegración es producto de un pacto público que ya no preserva la virtud cívica, sino la gestión de bienes, servicios, riquezas y flujos digitales. John Locke concebía el gobierno legítimo como resultado del consentimiento y garante de vida, libertad y propiedad. Ante su violación, el pueblo tenía derecho a la rebelión. El liberalismo clásico asumía que este rompimiento del pacto sería racional, organizado y relativamente estable en sus motivaciones.
Pero la crisis nepalí, detonada por la prohibición de las redes sociales, introduce un nuevo tipo de quiebre lockeano. La revuelta no surge de cuerpos civiles organizados ni de estructuras deliberativas, sino de sujetos fragmentados que encuentran en el espacio digital su principal modo de acción política. El Estado que intenta controlar ese ámbito comete, sin saberlo, la nueva forma de “tiránico”, negar la libertad digital equivale a negar la libertad civil.
En Nepal, el pacto se rompe no cuando el Estado confisca bienes o detiene opositores, sino cuando corta la comunicación. Locke nunca imaginó que un gobierno democráticamente electo pudiera perder legitimidad sin violar formalmente la ley. La corrupción sistémica y el agotamiento moral bastaron para que el consentimiento se evaporara. El contrato social, por tanto, ya no se sostiene sobre la legalidad, sino sobre la percepción colectiva de integridad.
Por otro lado, en Bulgaria la opinión pública —que Mill imaginaba como un mecanismo racional de corrección del gobierno— se convierte en un campo de fatiga, polarización y escepticismo. No es la deliberación racional la que impulsa el cambio, sino el hartazgo emocional acumulado. El ideal liberal de una sociedad que conversa razonablemente sobre sus asuntos se rompe ante una ciudadanía que, cansada de corrupción, exige renuncia sin un proyecto alternativo En ambos casos, la libertad ya no puede entenderse sin la mediación tecnológica. La opinión pública contemporánea es instantánea, afectiva, volátil. Y es allí donde el liberalismo clásico encuentra su mayor desfase.
Para Montesquieu, la libertad depende de la separación de poderes. Sin embargo, Nepal y Bulgaria muestran que la división formal puede ocultar un despotismo informal. En Nepal, el poder ejecutivo sigue existiendo, los tribunales siguen operando, el parlamento sigue legislando; pero la captura digital —la capacidad de intervenir, controlar o restringir los flujos de información— es una fuente de autoritarismo que ninguna constitución del siglo XVIII pudo anticipar.
Hobbes insistía en que la autoridad existe para evitar el caos: la multitud movilizada es un riesgo para la estabilidad. Pero Nepal muestra una paradoja desconcertante: el caos no proviene de la multitud, sino del propio Estado. Es el Estado quien produce incertidumbre al censurar redes, limitar libertades y escalar la represión. El Leviatán ya no es garante del orden, sino su violador.
En Bulgaria ocurre lo contrario: la renuncia pacífica del gobierno ante protestas multitudinarias desmiente la tesis hobbesiana de que la fuerza centralizada es el único camino para evitar la anarquía. Aquí, el desorden controlado de la protesta permite una restauración del orden institucional. La multitud se convierte en un actor estabilizador, desafiando el miedo hobbesiano al pueblo.
Maquiavelo enseñó que un gobernante cae cuando es odiado y que su principal tarea es evitar ese odio. En ambos casos observados tenía razón: la caída nepalí y búlgara se produce cuando la opinión pública digital se vuelve insoportable para los gobernantes. Pero el florentino no previó que el espacio donde hoy se construye el odio no es la plaza, sino la red. La virtù ya no consiste en administrar territorios, sino en administrar narrativas, percepciones y símbolos en tiempos de vigilancia constante.
Para Aristóteles, un gobierno justo persigue el bien común, y la degeneración ocurre cuando el gobernante busca el interés propio. La crisis búlgara es un ejemplo de degeneración sin ruptura formal: todo continúa funcionando institucionalmente, pero la captura del Estado por redes corruptas vacía la noción de bien común.
En Nepal, la clase media joven —que Aristóteles consideraba moderadora— es el motor de la movilización, pero actúa desde una subjetividad fragmentada y acelerada. La virtud ya no es una disposición cívica educada, sino un malestar difuso amplificado digitalmente. La polis moderna no es un espacio de deliberación sino un entorno de estímulos que erosionan la estabilidad de los gobiernos.
Los acontecimientos recientes marcan una ruptura: los principios de Locke, Mill, Montesquieu, Hobbes, Maquiavelo y Aristóteles son rebasados por una sociedad en la que la libertad es digital, la legitimidad es perceptual y la soberanía está fragmentada. El liberalismo clásico explicaba un mundo ordenado, pero el mundo contemporáneo es fluido, inestable, acelerado, donde el poder estatal se descompone en instituciones capturadas o incapaces de responder.
Nepal y Bulgaria no son anomalías: son advertencias. Revelan que el Estado moderno-liberal está atrapado entre su propia construcción y la velocidad social que ya no puede gobernar. La filosofía política tradicional no basta para comprender este nuevo paisaje. ¿Una crisis de gobierno o de teoría?





