La viruela es una enfermedad en el ser humano que ha provocado millones de muertes. Se caracterizaba porque el paciente comenzaba con fiebre y un letargo de unas dos semanas después de haber estado expuesto al virus Variola mayor.
En unos cuantos días, aparecían erupciones elevadas en la cara y el cuerpo, se formaban llagas dentro de la boca, la garganta y la nariz, crecían pústulas llenas de líquido; en algunos casos, éstas se unían entre sí y abarcaban grandes zonas de la piel. Cerca de la tercera semana, se formaban costras que se separaban de la piel. El virus Variola menor provocaba una forma de viruela similar, pero menos grave.
La viruela se transmitía por contacto con las llagas o las gotitas emitidas por la respiración de una persona infectada, la ropa de cama y prendas de vestir contaminadas. Un paciente seguía siendo foco infeccioso, hasta que la última costra se separaba de la piel.
Los sobrevivientes conservaban cierto grado de cicatrización permanente; podían surgir otras deformidades, como la pérdida de tejido labial, nasal y cartilaginoso; y como resultado de las costras en las córneas, la persona infectada podía quedar ciega. Las defunciones por viruela a nivel mundial durante el siglo XX sumaron más de 300 millones.
En San Gabriel el primer caso documentado de muerte por viruela está inscrito en los libros de defunciones de la parroquia; en 1857 murió Ma. de Jesús Álvarez, de Tamazula, el 30 de enero, a los cuatro años de edad; en tanto que en la Hacienda de La Guadalupe murió el 13 de febrero el niño Pablo Náñes, de un año de edad. Cristina Chávez Guerrero, de Jiquilpan, falleció el 26 de febrero del citado año.
En marzo murió María López, de Apango, a los seis meses de haber nacido; en tanto que su hermano Pedro murió en los primeros días de abril, a los dos años de edad. También en abril murieron los niños Francisco Palacios, de quince días de nacido, Refugio Román y Luis Torrez, ambos de dos años de edad, gabrielenses. La lista de completa con Andrea Palacios, José de Jesús Julián, Roberta Mercado, Romualda Pérez, Ma. del Refugio Ochoa Herrera, María Sebastiana Gorje, José Gerardo Clímaco, José Victorio López, María Catarina, Saturnina Sánchez, José Epitacio, María Crescencia, María Natividad, María Cirila, María Leocadia Ramírez, José Martiniano Rodríguez, José Nicolás, María Alejandra, y una extensa relación de otras personas.
En 1858 se registra a Zelso Bautista Hernández de la Hacienda de San Antonio, fallecido el 11 de enero de dicho año. El 3 de febrero del mismo, muere su hermano Hilario de los mismos apellidos. En total murieron en ese año 21 víctimas por viruelas. Durante 1859 a 1862 no hubo casos, en 1863 murieron 4 personas.
En 1864 murieron 41 víctimas. En 1865 se redujo a solo dos fallecidos. En 1867 solo hubo una víctima de viruela.
El primer reconocimiento de muerte por viruela en el Registro Civil, es de Nazaria Estrada quien murió el 10 de junio de 1868, años más tarde la enfermedad se convertiría en una epidemia. El segundo y tercer caso, ocurriría en el mismo año, en la Hacienda de El Jazmín, se trata de Andrés Abelino y Lino Reyes Calvario. Para 1869 morirían en el municipio 55 personas, mientras que los fallecidos en 1870 sumarían 74 gentes, sobre todo los infantes.
Para los comienzos de 1871 habría una fuerte mortandad llegando a sumar 42 las defunciones, que disminuirían conforme transcurría el año. En 1873 murieron 33 personas. El año de 1874 sería fatídico ya que murieron 267 personas. En 1878 solo hubo 19 víctimas; en 1879 renacería la epidemia, que reduciría el número de fallecimientos hasta llegar el siglo XX.
Los que sobrevivían a la enfermedad quedaban marcados con hoyitos en su cara, y la gente les decía que estaban “cucarachos”. Mi abuela paterna sufriría esta enfermedad durante su tierna infancia.
Un personaje histórico que durante su infancia sufrió de viruela fue el gabrielense José Mojica, (tenor y sacerdote en su edad adulta) mismo que logró sobrevivir como ya se sabe; no así su medio hermano Arnoldo Bracamontes Mojica, quien contagiado por Chuy Mojica, falleció a las dos de la mañana del 24 de abril de 1900, a la edad de dos años. Eso lo hizo sentirse culpable por tan lamentable acontecimiento. Fray José Francisco de Guadalupe Mojica, lo describe de la siguiente manera:
Un día no pude ir a la escuela, estaba enfermo; recuerdo que es de noche. Mi madre quema en la llama de una vela, en un cucharón, azúcar que luego me da; también me hace tomar leche en una jarrita de porcelana cuyo pico me introduce en la boca. He retenido en la memoria su cara afligida, levemente iluminada por la llama de la vela; no sé si una o muchas noches está junto a mí, con el rostro enrojecido por el llanto; mientras sus manos destilan gotas de agua de rosas que también caen de un algodón que oprime para calmar las quemaduras de mi rostro, cabeza y cuerpo: tengo viruelas.
Yo no estoy en la recámara sino en un corredor, sobre una cama que cubre un mosquitero. Oigo gritos de angustia y abro los ojos. ¿Son gritos de mi madre? Lo ignoro, pero presiento que algo grave ocurre, trato de gritar pero oigo mi voz como si proviniera de un pozo. Gentes que nunca he visto se agrupan en la puerta de la recámara, y vuelvo a escuchar gritos, que ahora sé que son de mi madre.

¡Mi niño… mi niño! ¡Se ha muerto mi niño! Sigo atento durante horas. Continúan los lamentos y veo que un hombre joven, de bigote negro, vestido de charro, sin sombrero, saca a mi madre en brazos y la pone, desmayada, en una silla “equipal” del corredor en que me hallo; con ese hombre al que nunca había visto están doña Apolonia, algunas vecinas y las criadas. Una niña como de trece años me oye gemir y se acerca. La reconozco: acompañó a mi madre muchas noches durante mi gravedad. Es la única que se ha acordado de mí.
Fray José Mojica continúa relatando en su libro Yo Pecador…
Los demás andan atareados sacando camas, colchones y ropa que luego queman en mitad del patio. Las llamas me asustan. Mi madre, con el rostro cubierto con un rebozo, sigue en el “equipal”; el hombre moreno la acaricia y llora con ella.
Es el primer cuadro intensamente doloroso que veo en mi vida, y se completa cuando sobre una mesa cubierta con hojas de plátano y flores, traen a mi hermanito. Colocan la mesa en un extremo del corredor y solo alcanzo a distinguir un montón de flores que crece por momentos, pues traen todas las que hay en el jardín hasta formar, sobre el cuerpo del niño una montaña florida.
Eso no dura mucho, pues alguien trae una cajita azul en la que meten a mi hermanito. Un hombre clava la tapa, mi madre parece recibir los golpes en el alma, porque en un acceso de llanto se convulsiona para después quedar inmóvil, callada, como si también hubiera muerto. Mientras las vecinas la friccionan con alcohol, dos hombres se llevan la cajita con el niño; mi madre no vuelve en sí por mucho tiempo.
La niña de trece años no me abandona; me sonríe y cubre mi cama con una sábana limpia, bajo una blancura luminosa, oculto, sin fuerzas para hablar o moverme, todavía escucho los lamentos de mi madre que inútilmente busca a un niño.
Despierto. La madrugada es fresca. Todavía hay estrellas en el cielo. Siento una comezón insufrible en el rostro y en el cuerpo. Parece que millares de insectos me devoran. Quiero rascarme y no puedo. Me han atado las manos con pañuelos de seda a los barrotes de mi viejo catre. Prosigue la tortura y empieza mi lucha por desatarme.
Así paso varios días. Mi madre extenuada por el dolor y el cansancio, trata de persuadirme de que no me mueva ni me rasque, porque si lo hago y me arranco las costras de las viruelas quedaré feo para siempre.
Una víctima más de este mal fue su compañera de clase y su muy amada Catalina, niña que vivía cerca del Templo del Santuario, por eso Mojica lloraría amargamente. Fue un momento muy doloroso de su vida.
Mojica lo narra de la siguiente forma:
Mucha gente iba al Santuario con niños y niñas vestidos de inditos. Pasamos por la escuela y más allá, frente a una ventana en la que había muchos curiosos pugnando por mirar. Mi madre me tomó de los brazos para atravesar la multitud y fue así como pude ver lo que tantos otros deseaban.
De perfil a la ventana, en un lecho de flores y entre cuatro velas encendidas, dormía una niña vestida como la Purísima Concepción, las manos unidas sobre el pecho y coronada de azahares. Mi madre, que miraba lo que yo, trató de alejarme; pero yo había reconocido ya el perfil virginal de Catalina. Arrancado de aquel sitio, mi corazón latía con fuerza y volvía yo la vista a la ventana en un esfuerzo por comprender lo que ocurría.
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Hoy en día esta enfermedad prácticamente ha desaparecido. La gente ha utilizado la vacuna contra la viruela desde que Edward Jenner en 1796 probó su teoría a través de la inoculación con material de una llaga de viruela vacuna para proteger a una persona contra la enfermedad multicitada.
Los servicios de salud en México, están alertas sobre posibles apariciones de esta enfermedad, para actuar en consecuencia. La vacuna se sigue aplicando.
REFERENCIAS:
- LIBROS de defunción de 1868 a 1879 del Archivo del Registro Civil, depositados en la Casa de la Cultura de San Gabriel, Jalisco.
- LIBROS de defunciones de 1857 a 1867 del Archivo Parroquial de San Gabriel, Jalisco.
- FRAY José Fco. de Guadalupe Mojica, Yo Pecador, autobiografía. Editorial JUS, México, 1958, primera edición.





