Son las infames cuatro de la mañana y en la Plaza Cívica hace frío. Sobre la avenida están estacionados tres camiones que abordaremos poco más de cien estudiantes de secundaria y quince profesores. Las pocas horas de sueño, la energía adolescente expresada a gritos y la certeza de una jornada que terminará en ese mismo lugar casi veinte horas después me hacen preguntarme: ¿a qué vamos a la FIL? Decidí que aprovecharía las siguientes horas para observar y reflexionar sobre la pregunta.
Hay dos premisas iniciales. La primera es que, en pruebas internacionales como PISA (2024), México está por debajo del promedio mundial en la capacidad de los jóvenes para comprender lo que leen. La segunda premisa es que nunca en la historia se había leído tanto como ahora. La clave está en qué leemos. Se leen mensajes interpersonales, se leen publicaciones en redes sociales, reseñas de series. Es decir, contenido superficial y discontinuo.
En esta era digital, como señala la UNESCO (2025), se ha vuelto obsoleto el concepto de lectura como el acto de descifrar letras. Leer implica identificar, interpretar, evaluar, crear y verificar información en soportes impresos y digitales. La OCDE (2024) agrega como facultad de la lectura construir y validar conocimiento: diferenciar datos de opiniones y decidir si lo que leo es verídico o una fake.
¿Para qué vamos a la FIL si los estudiantes viven en modo scroll? Más allá de estadísticas, en una década conviviendo y enseñando a adolescentes he podido constatar que la lectura es irrelevante entre las actividades que identifican como prioritarias para su seguridad y sobrevivencia. Para modificar esa idea, solemos acercarnos con enfoques adultocéntricos que incluyen imposiciones de autores y temas, articulados a arduas tareas, que producen el efecto inverso.
Para los adolescentes, la visita a la FIL es una experiencia en la que se mezcla la alegría de un viaje con amigos, la autonomía de estar muchas horas sin los padres, la oportunidad de conocer una urbe con todos sus atractivos, que se mimetiza con caminar entre pasillos llenos de libros, escuchar títulos, autores y referencias con las que se relacionan personalmente en varios niveles: me gusta, no me gusta, y entonces la lectura ocupa el lugar que el adolescente decide.
A veces compran el libro que podrían encontrar en cualquier librería de Autlán; a veces relacionan el libro con una película; a veces solo ven que un amigo compra y la lectura ya no es una actividad a la que obligan los profes enfadosos, sino una decisión propia, ligada a las risas y al cansancio del viaje, a la emoción de la ciudad nueva, a la posibilidad de diálogo con desconocidos que compran el mismo libro o el mismo autor.
Ir a la FIL no es suficiente para formar lectores. Pero ayuda. Más cuando, en el camino de regreso, entre personas que duermen o cantan, escuchas un diálogo que puede marcar un norte: ¿Qué compraste? Y la respuesta: Compré una hamburguesa en Carl’s Jr., una playera en Cuidado con el Perro y El Principito en la FIL. Tres artículos de primerísima necesidad. A eso vamos a la FIL.





