Estuve entre las seis mil personas que el sábado escuchamos en Autlán al influencer regiomontano Farid Dieck. Mi asistencia me puso también frente a personas a quienes la popularidad de los personajes de internet les parece injustificada y les resulta desleal que ocupen espacios propios de artistas, académicos o incluso de boxeadores. Los influencers, para esta visión que no comparto, son una expresión decadente de la actualidad.
La mayoría de los influencers son personas jóvenes que han encontrado una fuente de ingresos que compite con la precariedad del mercado laboral, que se ensaña más con ellas y ellos. Según el INEGI, en el primer trimestre de 2025 el desempleo juvenil fue de 4.8%, casi el doble que entre la población en general.
Según la misma fuente, la informalidad laboral alcanza a más de la mitad de las personas ocupadas; entre jóvenes, el porcentaje es aún mayor. De ahí que la creación de contenido en internet sea una forma emergente y creativa de ganarse la vida, con menos horas de trabajo y, en algunos casos, con ingresos altos.
Otra razón para no ver con desprecio a los influencers es que no todos caben en la misma categoría de contenido superfluo y sexualizado. Los hay que hacen contenido de calidad de temas valiosos: salud, economía, deportes, viajes, cultura, música, filosofía, literatura; en resumen, es una forma de alfabetización de la que bien podríamos aprender algunas claves los profesores. Puntualizo: aprender algunas claves; no se trata de nosotros, los profesores, reproducir la ruta de los creadores de contenido.
La figura, sin embargo, demanda atenderla con filtros críticos. En su origen, los influencers fueron personas que lograron la fama de manera orgánica: adolescentes con un smartphone y acceso a internet pusieron a temblar a los grandes corporativos de medios de comunicación, con creatividad y persistencia.
Ya no más. Desde hace algunos años hay empresas dedicadas al posicionamiento de influencers; en México, empresas como Badabum y, más recientemente, DW Entertainment operan el entramado digital para posicionar y manejar las carreras de los personajes más relevantes, reproduciendo muchas de las prácticas que años anteriores se condenaron en empresas tradicionales de medios de comunicación.
También coexiste contenido que sexualiza y banaliza. Ahí es donde escuelas y familias tenemos la oportunidad de transformar lo que sí está en nuestras manos. La comunicación personal o masiva tiene tres elementos fundamentales: emisor, mensaje y receptor; pero, complejizando el proceso, podemos ubicar que el receptor decide y reinterpreta todos los mensajes gracias a un esquema de pensamiento y de valores, que vuelve, ya sea transformador o irrelevante, todo lo que recibe. En ese esquema interpretativo es en el que podemos concentrarnos, profesores y padres de familia.
Hoy la alfabetización digital, y antes la alfabetización mediática, son tareas en las que bien haríamos en enfocarnos, para que todo mensaje que llegue sea evaluado, discernido y jerarquizado.
Para valorar de Farid, por ejemplo, la fuerte legitimación que hizo de la educación formal: el análisis de películas que lo volvieron famoso comenzó como una tarea escolar, y la última invitación a mejorar nuestra capacidad de concentración, como condición que evita que nos convirtamos en una sociedad aislada, ignorante e infeliz. ¿Cómo no estar de acuerdo con eso?
