En muchos espacios he escuchado el término “chilaquil” para referirse a situaciones en las que se mezclan de manera desordenada numerosos ingredientes, aparentemente elegidos al azar.
En términos de mi barrio, un chilaquil es un desmadre. Y existe abundante evidencia para afirmar que a los mexicanos nos encanta el festivo desorden; no es extraño, entonces, que nos encanten los chilaquiles o sus equivalentes en la vida social.
Esta semana, escuelas e instituciones de gobierno nos recetarán una sobredosis de altares, catrinas, festivales, calaveritas literarias y caras pintadas.
El Día de Muertos es una tradición que necesita una explicación diferente a la que aparece en los libros viejitos: por supuesto que representa el sincretismo entre la fe y la práctica cristiana e indígena; por supuesto que mantiene elementos regionales que hacen que el 2 de noviembre no se viva igual en Michoacán que en Veracruz, y claro que nadie niega la paternidad de Posada sobre la Catrina. Pero ya significa más que eso.
La religión y la escuela
Dos situaciones me hicieron llegar a esa conclusión. Resulta que en uno de mis salones asisten personas que profesan la religión de los “Testigos de Jehová” y que lamentaron que una actividad escolar esté relacionada con prácticas religiosas que no comparten.
Por supuesto que no censuré la postura y expliqué las razones: una expresión cultural, oportunidades de expresiones estéticas, un camino para reconocer la manera en la que, al intercambiar ideas, se construyen nuevas. Con la oportunidad de participar o no hacerlo, los estudiantes se avocaron a escribir divertidas calaveritas literarias, pero no prometieron participar en la elaboración del altar.
Observé críticas feroces a la Catrina monumental que el gobierno de Autlán instaló en el jardín Constitución: que es mucho dinero invertido en algo superfluo, que el monumento no es bonito, que hay otros más grandes y que, en el fondo de la tradición, la Catrina no es relevante.
En el mismo sentido, se condenaron los desfiles de catrinas, que se remontan a la lejana época en que James Bond y Superman viajaron a México, donde, según Hollywood, siempre es 2 de noviembre, y se encontraron con el tradicional desfile.
Interculturalidad
Los planes de estudio de numerosos países, entre ellos México, se han preparado para enfrentar esta realidad cambiante al integrar la enseñanza de la interculturalidad. Cada vez resulta más común que a todos los territorios lleguen expresiones culturales antes lejanas, y que se reciban con hostilidad; lo padecemos cuando nos vamos y lo padecemos cuando otros llegan.
La interculturalidad se refiere a poder coexistir con expresiones culturales ajenas sin sentirse amenazado y, al mismo tiempo, mantener un esquema identitario robusto y propio desde el cual podamos desarrollarnos.
El Día de Muertos es un chilaquil que cada año integra más elementos: se ha mimetizado con el Halloween, ha empoderado a la Catrina como símbolo feminista, ha convertido en una delicia al insípido pan de muerto y entonamos las canciones de Coco como si fueran parte del tercer nivel de los altares.
En el camino, hemos descubierto expresiones que han enriquecido una práctica local, un mito que genera un relato en torno al cual miles de personas nos organizamos y empujamos acciones, escribimos, pintamos, vendemos y compramos en torno a un chilaquil cuya vitalidad no hace honor a su nombre.

Me parece importante señalar que las fiestas indígenas dedicadas a los muertos fueron inscritas en la lista del Patrimonio Inmaterial de la Humanidad en 2008. Cada una de esas fiestas es distinta, con diversos elementos y en la estandarización de la que habla el autor se han mezclado elementos de dichas fiestas con elementos incluso ajenos a las mismas.