Los teléfonos celulares de miles de personas en todo el mundo abrieron una ventana para observar que en la centenaria Basílica de San Pedro, en Roma, el 7 de septiembre el Papa León XIV canonizó a Carlo Acutis, “el influencer de Dios”. Entiendo que nuestra estructura social, que valora la laicidad de las instituciones públicas, hace que los temas relacionados con la fe sean tomados con muchas reservas, incluso con antipatías, pero estoy seguro de que la figura del nuevo santo es un signo que dice más cosas de nuestros tiempos que del propio catolicismo.
La Iglesia católica es una institución de influjo universal: las posturas de sus líderes, las agendas que promueven y las reinterpretaciones de los textos sagrados que los fundamentan orientan la vida de millones de personas en los cinco continentes; por eso, Carlo Acutis merece un letrero en esta pizarra. En la tradición católica, un santo es un modelo de comportamiento cristiano: una persona que, al vivir múltiples virtudes, se convierte en un referente de esperanza para los demás.
Carlo nació en Inglaterra y, muy joven, se mudó a Italia, donde llevó una vida ordinaria de estudiante, pero muy cercana a prácticas religiosas. Sabía de computadoras y creó contenido en línea para promover mensajes católicos. Carlo fue un influencer, un evangelizador en el mundo digital. Se enfermó de leucemia y murió a los 15 años. Se le atribuyeron milagros que visibilizaron su experiencia de vida, lo que motivó a comunidades católicas a comenzar el largo proceso de canonización, que concluyó la semana pasada con su elevación a los altares.
Iglesia y el mundo virtual
La Iglesia católica suele ser considerada sinónimo de conservadurismo, en el sentido de promover y defender que las prácticas, los roles y los conceptos apenas se inmuten al paso de los siglos. Es claro que se mueve con una lentitud a veces desesperante, pero también queda claro que la inmovilidad absoluta no es una característica exacta. Con la canonización de Carlo, hay un reconocimiento y una legitimación del mundo virtual: espacio que no sustituye, pero sí complementa, la vida humana y al cual hemos exportado nuestras virtudes y nuestras peores vilezas.
En el espacio virtual hay guerras, violencia y el trato denigrante de humanos como objeto de cambio. Pero también existe la posibilidad de construir comunidades, expresiones artísticas, comercio, conocimiento y cultura. Al ser un espacio de convivencia entre personas, el mundo virtual demanda que aprendamos a ser ciudadanos digitales y que, en ese mundo, construyamos códigos de convivencia basados en el respeto a las y los demás, en un ambiente pacífico que favorezca el desarrollo humano.
La relación personal que cada quien tenga con la fe le dirá si en el espacio virtual también está Dios o no. No hace falta creer para entender: la santidad aquí, es un pretexto para reconocer la urgencia de poner en línea las virtudes humanas.
