En la casa vivíamos tres personas: mi hija, mi esposa y yo. Desde hace un año recibimos la visita de una tía que no se irá. Los primeros días fueron terroríficos: se comportaba con hostilidad y temíamos por la vida. Con el paso del tiempo la fuimos conociendo, dialogamos con ella y le hicimos un espacio en nuestra existencia.
Abundan los días en que la miro con enfado, deseando que se vaya o que se mude, pero seguimos existiendo y, con todo, no han faltado las razones para ser felices. Desde entonces, en la casa vivimos cuatro: mi hija, mi esposa, yo y la tía diabetes.
Escribo esta columna tan personal a petición de mi hija, quien desde hace un año vive con diabetes tipo 1, y la escribo hoy porque el próximo 14 de noviembre se conmemora el Día Mundial de la Diabetes que es un momento para informar, sensibilizar y prevenir todas las formas de esta condición, reclamar recursos que ayuden a más personas a enfrentarla y recordar a quien vive con ella que el futuro se sigue escribiendo en clave de esperanza.
Vuelvo a la historia. Cuando llegó el diagnóstico, le pusimos el apodo de “Tía Diabetes” como una forma de personalizarla y temerle menos. El equipo de profesionales integrado por endocrinólogos, nutriólogos, psicólogos y entrenadores físicos nos aportó una luz que hemos seguido: la diabetes tipo 1 se enfrenta con educación. “Algo le sabemos a eso”, pensamos, y comenzamos a caminar de la mano de la tía.
En clave de educación, y en una composición de aprendizajes integrales, hemos tenido acceso a conocimiento: el origen de la condición en el sistema inmunológico, la función de la insulina, la importancia de la glucosa, los grupos de macronutrientes, esquemas de conteo de carbohidratos y muchas cosas más, como el desarrollo histórico del tratamiento y las regulaciones sanitarias de los insumos necesarios para gestionarla.
También hemos desarrollado habilidades: aplicar inyecciones, calcular carbohidratos con precisión, leer críticamente la información del sistema de monitoreo continuo de glucosa y reconocer los momentos en que es posible, sin afectaciones a la salud, comer esos alimentos que pensamos prohibidos para siempre como pasteles o helados.
Pero lo más difícil ha sido apropiarnos de nuevas actitudes: el temor nunca se ha ido, pero ahora convive con valores de cuidado mutuo, solidaridad y un amor familiar reforzado. También con una mayor sensibilidad hacia una vida sana y con el respeto máximo a las personas que viven con una condición física o mental limitante, además del reconocimiento a cualquier esfuerzo por la visibilización, como la edición de la muñeca Barbie con una bomba de insulina y un dispositivo de monitoreo continuo de glucosa.
Le pregunté a mi hija: “¿Qué quieres que les diga en mi columna?”. Y esta fue su respuesta: “Diles que no fue mi culpa, que no comí muchos dulces, que nadie tuvo la culpa, que no me voy a morir de esto y que puedo hacer cualquier cosa: estudiar, hacer ejercicio o comer con cuidado lo que se me antoje”.
Así que ahí lo tienen: una niña de 12 años nos pide que dejemos de estigmatizarla por una condición que padecen 282 mil personas según la Asociación Mexicana de Diabetes en Jalisco.
Yo quiero agregar un agradecimiento, desde el fondo de mi corazón, a quienes han contribuido a que existan espacios seguros donde pueda vivir tal como ella quiere. También un agradecimiento, que no puede ser más sincero ni más lleno de amor, a todo el equipo médico que nos ha ayudado a que, en esta casa y en la de tantas personas más, el futuro pueda seguirse escribiendo en clave de esperanza.





