Como será que hasta el Pedro se emocionó y se apartó de los muchachos para saludar a la hinchada con los dos brazos en alto. Una locura. Ahí empezó a ser ídolo. Ahí empezó. Aunque no me lo reconozca porque nunca volvió a darme demasiada bola. Pero no podés ser ídolo si sos demasiado perfecto, viejo. Si no tenés ninguna fulería, si no te han cazado en ningún renuncio… ¿Cómo mierda la gente se va a sentir identificada con vos? ¿Qué tenés en común con los monos de la tribuna?
Fragmento del cuento “Lo que se dice un ídolo” de Roberto Fontanarrosa
Por: Sebastián Estremo

Napoli
Dicen de Napoli que es la ciudad más Latinoamericana de toda Europa. Yo concuerdo. Sería difícil describirla en una sola palabra. Caos, ruido, alegría, vida, sinceridad… todas le quedan. Pero creo que la más acertada es “espontaneidad”. Sí, Napoli es ante todo espontánea. Al principio puede ser bastante agotadora, incluso abrumadora. Cada cinco minutos explota un cuete por aquí y por allá. Las paredes de los estrechos callejones retumban las veinticuatro horas del día con el sonido de los motores de las vespa que pasan a milímetros de los peatones. Todas las noches hay un pretexto distinto para que las multitudes tomen las calles del centro. Diario se escucha de fondo el constante tronar del vidrio de las botellas vacías de cerveza. Todos hablan y todos se tocan. Algunos ríen, otros pelean. Sea lunes o sábado, siempre es igual.
Un par de anécdotas:
La primera. Un día, mientras caminaba sobre Via Foria, cerca del Jardín Botánico, se me atravesó una pareja de adolescentes. Tendrían unos 15 o 16 años. Jugueteaban tomados de la mano. Él era un irreverente con el clásico aspecto de pandillero juvenil que tanto atrae a chicas y grandes. Ella dibujaba en su rostro una bella sonrisa y sus ojos brillaban de inocencia y felicidad. En algún punto dejé de contemplar la escena y caí en cuenta de que el vendedor de flores de la esquina, un oficinista con un elegante sombrero y una ancianita que paseaba por ahí, también los observaban. Todos sonreíamos como imbéciles, con algo de melancolía, conmovidos por ese amor juvenil. Volver a los diecisiete añoraba Violeta Parra.
La segunda sucedió la primera vez que fui al Stadio San Paolo. Lo hice caminando desde el centro. Es un trayecto algo largo que en algún punto requiere cruzar el gigantesco túnel de Fuorigrotta que atraviesa por dentro una colina. No quería hacerlo, así que busqué una alternativa por las callejuelas aledañas. Y fue ahí que, aislados del mundo, me encontré a un hombre y una mujer de unos sesenta años amándose dentro de un carro. No se inmutaron ante mi presencia, siguieron en lo suyo con pasión y singular alegría. Me regresé al túnel. A nadie le importaba un cazzo.
Así es Napoli: caótica, espontánea, sincera y expresiva, digna representante del sur de Italia y de todos los pueblos que habitan el Mediterráneo. Una ciudad situada en las faldas del Vesubio que, a la espera de su inminente erupción, vive la vida intensamente. Un lugar que vibra cada fin de semana cuando la Società Sportiva Calcio Napoli (SSC Napoli) sale a la cancha a representar a sus habitantes. En el que la gente abre las ventanas de sus casas para que los caminantes puedan ver en el televisor el resultado de su amado equipo mientras corren a su destino. No todo el mundo está listo para ella. No todo el mundo sabe disfrutar la belleza que solo se consigue en medio del caos. No todo el mundo sabe moverse dentro del peligro y la espontaneidad. Pero es precisamente por eso que el mejor jugador de futbol de todos los tiempos, Diego Armando Maradona, decidió construir ahí su legado.

Ya todos conocemos la historia del Diez. Originario de la periferia de la Gran Buenos Aires, se decantó por la SSC Napoli porque encajaba con sus raíces y su personalidad. Quería ser el ídolo de los niños pobres del sur de Italia y no del público refinado de alguna pomposa ciudad del occidente europeo. El Diego, como Napoli, no es para todos. El Pelusa llegó en plena guerra entre clanes de la Camorra. Con Raffaele Cutolo, mejor conocido como O Professore (véase Il Camorrista de Giuseppe Tornatore) o simplemente Don Raffaè (escúchese la canción homónima de Fabrizio De Andrè), y su Nuova Camorra Organizzata en plena acción. Mucha gente murió en esos años. En una época en la que, para cierta gente del rico norte italiano, el sur era un nido de ratas, cuna de criminales y de inmigrantes causantes del subdesarrollo del país (razonamiento universal típico de la derecha). Maradona quería estar con los apestados y llevarlos a lo más alto.
Por medio del futbol lo consiguió. Bastaron unos cuantos años para que pusiera a Napoli en el mapa mundial. Venció a los ricos del norte. Conquistó la Serie A dos veces, la Coppa Italia y la Copa UEFA, superando entre otros a la Juventus, al Bayern München y al Stuttgart con un equipo que antes no había ganado casi nada. Fueron años maravillosos en el ámbito deportivo. Los napolitanos hasta hoy se lo agradecen: los vendedores de playeras y bufandas treinta años después siguen vendiendo la casaca número 10 con su nombre, en el Bar Nilo le hicieron su altar y en una calle de los barrios españoles (I Quartieri Spagnoli) le pintaron un icónico mural, etcétera.
Mientras triunfaba en Napoli llegaron México 86’ e Italia 90’. En el primero, con la cicatriz de la Guerra de las Malvinas todavía fresca, marcó los dos goles ante Inglaterra en el Azteca que lo elevaron a la categoría de Dios. Años más tarde declaró sobre la Mano de Dios, “no puedes robar delante de 80,000 personas” yo más bien diría “ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón” (véase la final de Inglaterra 66’). En el segundo sucedió algo todavía más desafiante. En la ronda de semifinales Argentina se enfrentó en Napoli a Italia. Ese día la albiceleste jugó de local e impulsada por el público que acogió a su hijo pródigo venció a gli azzurri para llegar a la final. Los nacionalistas italianos más recalcitrantes, esos que siempre han desdeñado al sur, encontraron otro pretexto más para escupir su odio contra los napolitanos acusados de traición a la patria. Durante la final en el Estadio Olímpico de Roma muchos aficionados abuchearon el himno argentino mientras el Diez les gritaba una y otra vez “¡Hijos de puta!”. Un año más tarde dio positivo por cocaína en un antidoping. El 24 de marzo de 1991 Maradona anotó de penal en un juego contra el Sampdoria (el campeón de esa temporada) sin saber que no volvería a vestir la camiseta celeste. Fue el inicio de una amarga época tanto para él como para la SSC Napoli.

El culto
El propósito de este escrito no es la de hacer un recuento de la vida de Maradona ni de sus logros en la cancha. No soy su biógrafo y para eso están Wikipedia y los especiales de los programas deportivos. De lo que yo les quiero hablar es sobre su culto, sobre el culto maradoniano. Un culto que va mucho más allá de la persona de Diego Armando Maradona.
Diego no es de nadie, ni siquiera de sí mismo, porque Diego es de todos. Y es fundamental hacer la distinción entre la persona y la figura. La primera es el ser humano. La segunda, evidentemente influenciada por la anterior, es producto de aquello que todos hemos construido.
El culto maradoniano es una expresión honesta de las masas, y por lo mismo también es imperfecta. Despreciarla por purismos ideológicos no es otra cosa más que despreciar a las masas. No se puede pretender aspirar a mejorar el mundo si se mira por encima del hombro al proletariado, a sus creaciones y significaciones, por más contradictorias que éstas puedan llegar a ser. Y no es que se pueda ser crítico ante ellas, al contrario, pero una cosa es criticarlas y otra despreciarlas como muchos lo han hecho.
Roberto Fontanarrosa expone con ese característico estilo argentino tan dado a magnificar las cosas (Dios no podía ser más que argentino) una gran verdad: “no podés ser ídolo si sos demasiado perfecto”. Una frase hecha a la medida de Don Diego. ¿Cómo podría sentirse identificada la gente con alguien si este lleva consigo un aura de perfección y superioridad moral? No. Los ídolos populares no pueden ser perfectos porque entonces no serían ídolos populares. Su cercanía con la gente radica precisamente en su imperfección humana y creo que estaremos todos de acuerdo en que Maradona cumplía perfectamente con este requisito. Pedirle a un ídolo popular la pulcritud de un santo y la claridad política de un revolucionario es ingenuo, es absurdo, es, incluso, idiota. Vladimir Dimitrijević en su libro La vida es un balón redondo sentencia “Cuando Don Diego entra en no importa qué taberna, todo el mundo quiere ofrecerle una cerveza. Pero no se ofrece una cerveza a Beckenbauer, se espera que él pague la ronda.”
Su muerte, el pasado miércoles, conmocionó al mundo. A minutos de confirmado su deceso no se hicieron esperar en redes sociales las canciones, los poemas y los videos con sus goles y sus declaraciones más icónicas. Naturalmente sus detractores no tardaron en aparecer para despotricar sobre su persona y sobre sus seguidores. Al día siguiente el Stadio San Paolo fue rodeado con cartas, flores, bufandas, camisetas y bengalas por devotos maradonianos mientras el Napoli vencía con goles de Matteo Politano e Hirving “El Chucky” Lozano al Rijeka de Croacia por la Europa League. Las calles de Buenos Aires se llenaron de feligreses que buscaban darle un último adiós a su ídolo en la Casa Rosada. Una vez más la figura de Maradona sacudía al planeta entero.
Si me preguntan a mí su despedida debió de ser en el estadio del equipo de sus amores: Boca Juniors. Sin embargo, fieles a su costumbre, las autoridades no perdieron la oportunidad de apropiarse de algo que no les pertenece. Cuando se trata de un fenómeno tan vago y tan grande como este cada quién busca llevar agua para su molino. El Estado argentino al apropiarse simbólicamente de su cuerpo llevándolo a la Casa Rosada dio el primer paso para imponer su propia narrativa sobre lo que es el culto maradoniano. En ese aspecto en nada se distinguen de sus detractores quienes buscan definirlo haciendo hincapié solamente en la parte más oscura de su vida. No han perdido un minuto en exponer todas aquellas cosas desdeñables que hizo su persona. Como suele suceder con toda figura pública muchos de estos episodios fueron sacados de su contexto o ridículamente exagerados con tal de probar un punto. Una cruz que debe cargar todo aquel que haga su vida pública.
Pese a los inútiles esfuerzos por tratar de encasillar al Pelusa en una sola categoría, el homenaje y la narrativa que prevalece es naturalmente la de aquellos que más elementos otorgaron para construir su culto: sus seguidores. Tengan por seguro que de no ser por el contexto actual de la pandemia en las abarrotadas tribunas de la cancha de Boca y de la SSC Napoli los aficionados se habrían rendido a sus pies con espectaculares cánticos y emotivos videos. El Diego no es argentino. El Diego es universal.

Este miércoles, cual agentes de la Inquisición, salieron los representantes de la correctitud política y los buenos valores a lanzar una sarta de disparates contra los seguidores del culto. No faltaron los calificativos despectivos ni las etiquetas: tramposos, drogadictos, cocainómanos, descerebrados, machos y un largo etcétera. Celebraban la muerte de Maradona como si él, como persona, fuera la viva representación del Diablo, el cerebro maestro responsable del narcotráfico y de todas las redes de trata del mundo. De un día para otro, problemas con causas estructurales complejas se individualizaron y se encontró a un chivo expiatorio. A un hombre que creció en las zonas marginales de Buenos Aires durante la época de la dictadura y que terminó siendo (tal vez a la larga muy a su pesar) un referente mundial por su talento fuera de lo común en el futbol, su carisma y sus escándalos.
Habrá alguno que no, pero a grandes rasgos, todos los mortales tenemos un ídolo: un deportista, un actor, un cantante, un director de cine, un escritor, un revolucionario, y algunos hasta un político o subsecretario de salud. Lamento desilusionar a la policía de la correctitud, pero es muy probable que al menos uno de los suyos haya cometido tantos o más errores de los que Maradona cometió en su vida. Don Diego no es, en ese aspecto, muy diferente al resto de la humanidad. Es uno más, pero mucho más famoso.
Esto no se debe reducir a un escenario simplista donde hay “buenos” y “malos”. Todo lo contrario, se debe complejizar. Se tiene que entender que los ídolos populares no son más que una expresión más de lo que es la sociedad. Si una sociedad es, por decir, racista (aclaro, a Maradona se le ha acusado de muchas cosas, pero creo que nunca de racista) es muy probable que sus mayores exponentes sean racistas. Si una sociedad es machista… bueno, creo que se entiende el punto. Quien esté libre de pecado que lance la primera piedra y a ver cuánto tiempo tarda en desilusionar a sus seguidores. Si queremos ser críticos ante este fenómeno deberíamos analizar las causas que lo propician, las cuales, por cierto, van mucho más allá del análisis burdo de las “masculinidades tóxicas”. Se debe evitar asumir el papel de jueces y dejar de fomentar la lógica punitiva como el único mecanismo que se les ocurre a algunos para hacer frente a los males que aquejan a la humanidad (lo cual, por supuesto, aplica para todo, no solo para Maradona).
Puedo entender perfectamente que a muchos la persona de Diego Armando Maradona les caiga en la punta del hígado. Convencerlos de lo contrario o polemizar sobre los pormenores de su vida no es de mi interés. De hecho, es irrelevante, no tendría sentido. Lo que vengo a señalar es el juicio clasista, moralista y maniqueísta de los detractores al culto maradoniano. La hipocresía de aquellos que hoy se alzan como los portadores de la pureza moral y revolucionaria cuando ayer ellos mismos lloraban a alguien que llevaba consigo los vicios del capitalismo y del patriarcado (muchas veces alguien que no forzosamente era un ídolo de las masas, sino un simple amigo o familiar).
Maradona, permítanme desilusionarlos, no era un revolucionarlo, ni pretendía serlo. Quien vea en él un ícono del socialismo lo invito a que revise los libros de historia o cuando menos el diccionario. Para ser socialista hay que estar antes que nada en contra de la propiedad privada de los medios de producción y bueno, muchos de los que hoy día se llaman socialistas ni siquiera entienden esta premisa tan básica. No sé si el Diego la entendía o no, pero en la práctica definitivamente no la llevó a cabo. En términos políticos lo más que puedo concederle es que era un activista que luchaba contra el antimperialismo. En todo caso no veo por qué esto sería remotamente relevante. ¿Qué más da lo que haya sido un ser humano, y, sobre todo, insisto, un ídolo popular? Los procesos revolucionarios son colectivos y no experiencias individuales de seres iluminados. Alguna vez él mismo declaró “déjenme vivir mi vida, yo no quiero ser un ejemplo”. Hay que aprender a poner las cosas en su justo lugar y en su justa medida. No confundir la gimnasia con la magnesia. Ni tampoco exigirle algo a quien no le corresponde. Diego Armando Maradona era un ídolo popular y hasta ahí. No es un mártir, pero tampoco es el responsable (ni siquiera de forma indirecta) de la podredumbre del mundo. A lo mucho él mismo es una consecuencia de ella (con sus puntos positivos y negativos). No dejó un mundo ni mejor ni peor del que encontró. Colocarle esas responsabilidades es asignarle un rol mucho más grande que el que tiene. Guarden su ira y su desprecio para los políticos y grandes empresarios del mundo. Esos sí que joden al mundo, en ese aspecto Maradona es un Don Nadie.

Estando bien con Dios los santos valen un cero a la izquierda decía Chalino
La congruencia que tanto reclaman algunos es tan subjetiva como la vida misma. No podemos exigir congruencia a otra persona desde nuestra propia idea de lo que para nosotros es. La congruencia es algo que solamente le incumbe a uno mismo porque somos los únicos capaces de realmente determinar si lo estamos siendo o no (acaso también un amigo muy muy cercano). Si para los detractores de Maradona es incongruente que gente que aspira a construir a un mundo mejor sea parte del culto maradoniano permítanme decirles que están enfocando mal la discusión. Ésta no es sobre la mentada congruencia, sino sobre ideales políticos y sobre la lectura que le damos a la sociedad. Sobre la forma en que creemos que debemos accionar como agentes políticos en búsqueda de una revolución social. Sobre dónde nos situamos y cómo nos concebimos. No sobre un tema tan vago y moralino como lo es pretender que existe una congruencia basada en una moral universal. Tal vez la muerte de Maradona nos debería llevar a cuestionar la idea misma de tener ídolos, o cuando menos la dimensión que les otorgamos. Porque queramos o no, sea el escenario idóneo o no, los ídolos van a seguir existiendo mientras haya gente que, estando en el lodo sin aspirar a nada, vea que un hermano que provino del mismo lodazal llegó a lo más alto plantándole cara a quien se le puso en su camino. ¿Quieren hablar de política? Pues entonces hablemos, pero ¡seamos serios! en lugar de caer en juicios maniqueístas, eslóganes políticamente correctos y análisis unidimensionales.
Honestamente a mí no me interesa conocer todos los pormenores de la vida de Maradona para emitir un juicio sobre su persona, eso correspondería a sus cercanos y a aquellos que se vieron afectados, para bien o para mal, por sus acciones. Vuelvo a citar a Fontanarrosa “Qué me importa lo que Diego hizo con su vida, me importa lo que hizo con la mía”. Lo verdaderamente relevante no es quién fue Diego Armando Maradona, sino lo que la gente ha hecho de él. El culto maradoniano es la reivindicación del sur oprimido frente al norte opresor representado por la camiseta celeste del Napoli. Es la desfachatez grosera y el gesto técnico divino con el que vestido con la albiceleste humilló al representativo de futbol de uno de los imperios coloniales más extensos y sanguinarios de la historia. Es la valentía con la que desafió al discurso nacionalista antimigrante de las élites primermundistas en Italia 90’. Es la lección de humildad que representa haber caído desde lo más alto a lo más bajo y luchar para volver a un lugar más digno. Es la seguridad, propia de alguien que sabe quién es y de dónde viene, de hablarle sin pelos en la lengua a quien sea. Son todos los lazos que se construyeron y afianzaron por medio de ir al estadio o de encender la televisión para ver al Pelusa con cercanos y desconocidos. Es cantar con nuestros amigos al calor de unas copas “¡Maradó, Maradó!”. Es aspirar a jugar al futbol como un maldito fenómeno “¡Barrilete Cósmico! ¡¿De qué planeta viniste?!
Rechazar todo esto (y más) de tajo solo porque el hombre de carne y hueso hijo de su tiempo que lo inspira no se comportó como el prototipo de ser humano que aspiramos a convertirnos es no haber entendido nada. Pensar que los que lo admiran es por sus momentos de piltrafa humana con la cocaína o por sus escándalos con sus amantes es reducir las cosas a la conveniencia de un discurso moralino. El fenómeno del Diez trasciende cualquier tipo de frontera pues entre sus devotos (y también entre sus detractores) se encuentran hombres, mujeres, niños, ancianos, comunistas, anarquistas, feministas, homosexuales, transexuales, heterosexuales, liberales, argentinos, mexicanos, ingleses, italianos, napolitanos, turineses, escritores, comerciantes, campesinos y lo que se les ocurra. Muy a pesar de aquellos que buscan a toda costa encasillar estos grupos como entidades homogéneas y dividirlas en “buenas” y “malas”, “congruentes” e incongruentes”. Maradona y su culto, como la vida misma, está lleno de matices. Más que preocuparse por la “calidad moral” de sus seguidores yo diría que habría que fiarse de los que en estos días han demostrado su clasismo, su xenofobia y su nula capacidad por complejizar las cosas. De aquellos que buscan imponer juicios y verdades sobre algo que nadie controla.

El culto maradoniano es un arma simbólica al servicio de aquellos que han sido durante mucho tiempo humillados. No es una victoria política, ni tampoco una herramienta de emancipación revolucionaria, sino más bien un mecanismo de catarsis y desfogue que une a las personas en situaciones particulares. Y eso es algo que, para bien o para mal, trasciende y por mucho a la persona del Diego. No querer entender eso ni darle el justo peso que se merece es, a mi parecer, permanecer en una lectura simplista de los procesos políticos que acontecen en el mundo. Y es también, en muchas ocasiones, una vil maniobra para que algunos intenten ponerse por encima de las masas. No son pocos los que se creen tocados por Dios al sentirse especiales porque no les gusta el futbol o porque nunca han aspirado unas rayas de cocaína. Tampoco son pocos los miserables que han aprovechado esta coyuntura para dejar ver su xenofobia anti-argentina.
Este texto no es para que sus detractores se unan al culto, ni para obligar a las personas a las que no les gusta el futbol a que lo sigan, ni tampoco para incentivar el consumo de cocaína. Esas son decisiones que le corresponden a cada quién y nadie es quién para juzgarlas (en el tema específico de las drogas es triste que haya que repetirlo, pero si hemos de señalar un responsable éstos no son los consumidores sino aquellos que controlan el sistema productivo de mercancías lícitas e ilícitas, lo que cada quien haga con su cuerpo es su bronca). Esta reflexión tiene como unos de sus objetivos, irónicamente por medio de Maradona, apelar al autoanálisis de aquellos que cegados por su desprecio (completamente válido) por el Diez, se han olvidado de dos cosas. La primera, que ellos también son consumidores de pan y circo (por medio de telenovelas, series de televisión, pornografía, elecciones presidenciales y/o celulares, y un largo etcétera). La segunda, que muy probablemente (y convenientemente) en algún momento han decidido olvidar, o cuando menos minimizar, el hecho de que su peleador de artes marciales mixtas, actriz de Hollywood o cantante de reggaetón favorito también tuvo sus demandas por acoso o violencia familiar, sus desafortunadas declaraciones racistas, su empresa construida por medio de la explotación laboral o su abierto apoyo (o hasta financiamiento) a la ocupación israelí en Palestina. Ser antimaradoniano no hace a nadie ni mejor ni más congruente. La vida y la política non son tan simples.
Las contradicciones que vienen implícitas con el legado de Maradona son las mismas a las que los revolucionarios (es decir, aquellos que pretenden crear un mundo mejor más allá del capitalismo por medio de una revolución social que acabe con la propiedad privada de los medios de producción y el Estado) se van a enfrentar cada que se encuentren en un proceso que implique la participación de las masas. Como las personas mismas, las masas no son homogéneas y para analizarlas es necesario partir de un conocimiento de las condiciones estructurales imperantes en el momento que condicionan su modo de pensar y de accionar. Solo así es que verdaderamente podremos aspirar a derribar las estructuras que sostienen al sistema. No mediante juicios de valor que parten de la moral burguesa o del liberalismo, aunque este se denomine feminista. No por medio de una competencia de autoflagelación que tanto le gusta a nuestra generación que consiste en ver quién siente más culpa por los “privilegios” que goza o por los errores que ha cometido en el pasado. Eso nada más es jugarle al mártir. No es que estos ejercicios de autorreflexión no deban hacerse, pero por sí solos no son ni siquiera un comienzo para plantear una revolución social. Pensar que sí lo son, es simple y llanamente autocomplacencia. Hay que ir más allá del “cuestiónate un chingo” y entender que hay cosas que trascienden al individuo y que se explican desde un análisis histórico y sociológico. De lo contrario estamos fritos.

Quisiera cerrar este texto con una contundente reflexión en torno a la congruencia que compartió una twittera en redes: “Hay más contradicciones en ponerse a trabajar cada mañana que en el amor por Maradona”. Seamos serios, y aunque lo intenten, la pelota no se mancha.
Twitter: @S_Estremo