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Ellos tienen a Manolete, nosotros a Silverio

Ricardo Sotelo nos transporta a mediados del siglo XX, para conocer la historia del hombre que se convirtió en una leyenda de los ruedos en México: Silverio Pérez. La tragedia, la ilusión, el dolor y el triunfo acompañaron cada momento de la vida del “Faraón de Texcoco”.

Foto: Manolete y Silverio. Foto del Twitter @culturaytoro

Por: Ricardo Sotelo | A capa y espada

Guadalajara, Jalisco. (Letra Fría).- El México de la década de los 30 prometía el desarrollo social luego de varios conflictos armados. La oportunidad para poner en marcha el esplendor de la nación crecía con altas expectativas. De este periodo surgieron grandes personajes que ayudaron a dar identidad a un país afligido y castigado por la ambición de algunos.

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El tenor popular (mismo que encumbra o sepulta) comenzó a generar héroes a petición de su carente necesidad de estos. De esa camada mediática podemos destacar a uno en particular: Silverio Pérez. Este exponente originario de Texcoco había sido elegido para ser el ayudante de su madre y en algún momento heredar el negocio familiar de la barbacoa. Una vida simple.

Para su mala fortuna, la desgracia cayó en el momento inoportuno y lo que parecía un destino prometedor se convirtió en un entorno tétrico. El padre de Silverio falleció en un accidente automovilístico y la responsabilidad recayó en el mayor de los hijos, Armando.

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El nuevo sostén de los Pérez Gutiérrez no desentonó y pudo salir avante de los compromisos que se habían puesto tiempo atrás. Sin embargo, su voluntad se vino abajo al conocer una práctica muy popular en el barrio de Tacubaya. Los carniceros del obrador en el que compraba la carne para la barbacoa, solían lidiar a las reses antes de matarlas. Esto llamó su atención al grado de él mismo atreverse a vivir esa experiencia. De los muletazos improvisados en la carnicería, le siguieron en la plaza de toros con astados de ganaderías legítimas. Su aprendizaje había sido corto. Totalmente empírico.

Para no atraer la atención y evitar que su madre supiera de su nueva faceta, optó por llamarse Carmelo. El ahora novillero había despertado el interés de la afición capitalina y su estilo crudo, burdo y tremendista fue bien recibido. En una tarde de festejos, su hermano menor Silverio, lo vio en la antigua plaza de La Condesa y admiró su carácter frente a los astados. Un suceso inaudito y temerario para la época que él nunca podría igualar.

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El terror que parecía desterrado volvió y Carmelo lo presenció en una corrida de 1929. Michín, el toro de San Diego de los Padres lo embistió y le infirió dos cornadas gravísimas. Una en el muslo y otra en el tórax.

Su muerte no se produjo en ese momento, sino dos años más tarde y luego de una dolorosa convalecencia. Para colmo de males, el fallecimiento se dio en Madrid, lugar en el que buscaba sin suerte una oportunidad para torear con las figuras. El cuerpo de Carmelo Pérez llegó tres semanas después a México vía marítima. Ya en el puerto de Veracruz, su hermano menor Silverio se encargó de realizar todos los trámites legales para poder llevarlo a Texcoco y darle sagrada sepultura.

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Al llevarse a cabo el velorio, que convocó a personalidades del mundo taurino, Silverio se prometió a sí mismo algo que daría más pesar que alivio: Retomar el sueño de su hermano difunto y ser una figura del toreo.

Los inicios del menor de la familia fueron patéticos. Corretizas con abucheos y temblores frente a los novillos, exhibieron a Silverio en un mundo totalmente desconocido. No conforme con esto, la afición reventadora lo tomó como señuelo para propiciar toda clase de insultos. No faltó el taurino que le recordó en más de una ocasión la ofensa de apellidarse Pérez, en alusión a Carmelo.

Al tratarse de un desafío, de repente el espigado diestro tomó la muleta y entre un mar de dudas, comenzó a torear bien con la mano derecha. Aun así, su temor ante los astados se podía percibir. Era claro. No había que ser muy sensitivo para darse cuenta que el hombre en el ruedo moría de miedo. Entonces la lucha intrínseca entre el valor y la angustia se volvió eterna.

Cuando Silverio estaba delante de la cara del toro y sentía ese terror apabullante, veía en el reflejo de la córnea a su hermano vestido de luces. Entonces, el gran Carmelo volvía y tomaba parte de su personalidad para impregnarle a su estilo refinado y técnico, la solera de un matador de toros de época.

Con ese empaque conquistó La Condesa, la Monumental de Monterrey, León de los Aldama y el antiguo Progreso de Guadalajara. Aunque el miedo seguía ahí. Y es que presenciar una faena de Silverio podía compararse con el clímax de una obra clásica, pero con el crescendo de principio a fin y sin saber en qué momento se daría la gran faena o la gran cornada. Breves, pero intensas.

Sus triunfos fueron muy sonados desde Quintana Roo hasta Baja California. En todos lados de la república se conocía la plasticidad que salía de las manos del Faraón de Texcoco. Esa misma hizo que el inolvidable músico y poeta Agustín Lara le compusiera una melodía con una letra excepcional. Torero estrella, el príncipe milagro de la fiesta más bella.

En diciembre de 1945 y cobijado del pueblo, fue llamado para darle la confirmación en México al más grande mito de la Tauromaquia española, Manuel Rodríguez “Manolete”. Al darse cuenta de la magnitud de este compromiso, Silverio Pérez hizo lo que no había hecho en mucho tiempo: se fue a confesar y dejó testamento.

Ya en la plaza, el Monstruo de Córdoba no esperaba ver a tantos simpatizantes del torero azteca y tuvo que recurrir a lo más íntimo de su repertorio para poder nivelar al matador texcocano. Ahí se pudo apreciar la repercusión de su obra.

Sin más ambición que haber opacado al mismísimo mandón de la fiesta, Silverio Pérez se cortó la coleta en 1953 con menos de 40 años, para luego dar paso a la leyenda y vivir en paz en su casa de Pentecostés, estado de México, junto a su esposa Pachis.

En los anales de la historia quedó para el recuerdo aquella faena al toro “Tanguito” de la ganadería de Pastejé, al que lidió a pies juntos y puso a la afición de cabeza con el grito de “Torero, Torero”. Para muchos, la mejor demostración de un matador mexicano en su versión más romántica y pura.

Sin darse cuenta, había hecho válida aquella verdad universal en el toreo. El hombre que tiene miedo y lo reconoce; el hombre que lo enfrenta y lo vence.

Alguna vez el mejor muletero del mundo, el jalisciense Manuel Capetillo, comentó que Silverio había sembrado la semilla del toreo a la mexicana, y que el sentimiento que impregnaba al momento de pegar el trincherazo lo volvía sublime.

Así pues, el menor de la familia Pérez Gutiérrez, aquel que solía ser protegido por su madre y evitado de toda calamidad, se había convertido en el mejor de los diestros nacionales. Con creces, superó a su difunto hermano.

Por esta razón, Agustín Lara añadió en su poesía musical “Carmelo que está en el cielo, se asoma a verte torear”. Misión cumplida Silverio. Olé.

MV

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