Por: Oscar Cárdenas
Autlán, Jalisco; 23 de julio de 2019. (Letra Fría) De acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (Food and Agriculture Organization, FAO), los plaguicidas son “cualquier sustancia destinada a prevenir, destruir, atraer, repeler o combatir cualquier plaga, incluidas las especies indeseadas de plantas o animales, durante la producción, almacenamiento, transporte, distribución y elaboración de alimentos, productos agrícolas o alimentos para animales, o que pueda administrarse a los animales para combatir ectoparásitos”. Es decir, los plaguicidas tienen la función de controlar o eliminar cualquier plaga.
Estas sustancias se clasifican de acuerdo con los organismos que controlan y por su composición química. Por ejemplo, existen plaguicidas que se utilizan para matar hierbas y se denominan herbicidas; los utilizados para matar insectos se denominan insecticidas, los utilizados para eliminar hongos se denominan fungicidas y los utilizados para matar roedores (ratas y ratones) se denominan rodenticidas.
De acuerdo con su composición química los plaguicidas se clasifican en
Insecticidas
- Organoclorados
- Organofosforados
- Carbamatos
- Piretroides
Herbicidas
- Dinitrofenoles
- Triazinas
- Ácidos tricloroacéticos
Fungicidas
- Compuestos de cobre o azufre
- Fenoles
Sin importar su composición química, todos los plaguicidas están diseñados para interferir o modificar los mecanismos fisiológicos básicos de los organismos que controlan, por lo que también pueden afectar la salud de los humanos dependiendo del tiempo de exposición al plaguicida y la concentración y toxicidad del mismo. Si el tiempo de exposición es mínimo, pero el plaguicida es muy tóxico y la cantidad y concentración del plaguicida es muy alta, se pueden generar efectos agudos como irritaciones en la piel, en los ojos, en el sistema nervioso, dolores de cabeza, mareos, náusea, fatiga y, en casos extremos, la muerte.
Los efectos crónicos se presentan cuando la exposición al plaguicida es mínima pero por periodos de tiempo muy largos. Estos incluyen varios tipos de cáncer incluyendo leucemia, cáncer en cerebro, huesos, en glándulas mamarias, de ovarios, de próstata, testicular y de hígado. Los plaguicidas también pueden generar alergias, problemas hormonales y de reproducción, así como también defectos congénitos, entre muchos otros problemas de salud.
Los plaguicidas han estado con nosotros desde hace muchos años. De acuerdo con la Unión Internacional de Química Pura y Aplicada (International Union of Pure and Applied Chemistry, IUPAC) los Sumerios utilizaban compuestos de azufre para controlar insectos y ácaros hace unos 4,500 años; en China se utilizaban mercurio y compuestos de arsénico para eliminar piojos hace unos 3,200 años; y derivados de la piretrina obtenida de las flores secas de los crisantemos (Chrysanthemum cinerariaefolium) se han utilizado como insecticidas desde hace unos 2,000 años por diferentes culturas en Europa y Asia Central.
Es hasta la década de 1940 que los plaguicidas comenzaron a utilizarse intensivamente, particularmente después del descubrimiento del DDT (Dicloro Difenil Tricloroetano), un compuesto organoclorado soluble en grasas y en disolventes orgánicos, y prácticamente insoluble en agua. Este insecticida se utilizó durante la II Guerra Mundial para reducir las poblaciones de mosquitos que causaban malaria y fiebre amarilla, enfermedades que aquejaban a los soldados que se encontraban en las áreas tropicales durante el conflicto.
Debido a su bajo costo de producción, los plaguicidas se utilizaron ampliamente durante la llamada “Revolución Verde”, un movimiento que se dio en el periodo comprendido entre 1940 y finales de 1960, a través del cual se buscaba incrementar la producción agrícola (principalmente en los países no desarrollados) a través del uso de herramientas, tecnología e investigación, lo que implicaba un uso alto de insumos, incluyendo plaguicidas y fertilizantes, sin que se conocieran sus efectos sobre el ambiente y la salud pública.
Estos comenzaron a conocerse después de la publicación del libro “La Primavera Silenciosa” de Rachel Carson en 1962, en el que se resaltan los problemas que podrían estar asociados con el uso indiscriminado de plaguicidas y que sienta las bases para una producción más “amigable” con el ambiente y la salud pública.
Y de esto hablaremos en la próxima entrega. ¡Nos leemos en la próxima!
MA/AJEM