Bolear, lustrar, dar grasa a los zapatos. Usualmente los domingos, una vez concluida la misa de las nueve de la mañana y mientras caminaba a mis ocho años a corta distancia suya, mi padre se dirigía hacia los portales. Entre el bullicio de la gente llegando de las rancherías aledañas y dirigiéndose al mercado, al menudo, a las compras, cruzábamos pausadamente la plaza principal de Tepic mientras él saludaba cortés y constantemente a cuanto conocido encontrábamos en el camino.
Su propósito era un simple placer mundano: lustrar sus zapatos y, de paso, los míos. “Pásele jefe” se escuchaba decir al unísono de distintas voces. Él ya tenía su favorito: un sonriente y bigotón bolero oriundo de su pueblo: Bellavista. El mueble para bolear consistía en una silla acojinada a la que se llegaba a través de un par de escalones. Una vez posicionado, dos bases de fierro en forma de suela de zapato invitaban a colocar ahí el calzado que buscaba ser renovado.
El hábil lustrador subía un par de pulgadas el largo del pantalón del cliente y enseguida colocaba un trozo de plástico flexible que circulaba el tobillo, una estrategia básica para evitar cualquier desaguisado. En un pequeño recipiente se encontraba ya el agua jabonosa que con parsimonia iba distribuyendo a lo largo y ancho del calzado mediante una diminuta brocha con la finalidad de eliminar cualquier suciedad previa.
La limpieza
Posteriormente, con un trapo efectuaba la labor de limpieza retirando la humedad y el polvo acumulado y dejando una superficie seca y opaca a su paso. Luego, destapaba la lata que contenía la grasa que sería aplicada, negra o café según fuera el caso y siempre de la marca El Oso. Mientras su mano izquierda sostenía el pequeño recipiente metálico y lo giraba constantemente en el sentido de las manecillas del reloj, la derecha tomaba del tarro pequeños trozos de grasa y los iba dosificando en distintas partes del calzado.

Un frondoso cepillo era el responsable de homogenizar la crema en la superficie de cuero y enseguida surgía el trapazo, un viejo trozo de tela testigo de innumerables batallas que era el encargado de transformar la grasa en luz. El bolero lo estiraba, tensándolo lo suficiente como para demostrar su valía, lo enrollaba cuidadosamente de ambos extremos hasta reducirlo a poco menos de la mitad de su tamaño original y entonces, alineando los bordes hacia abajo, lo colocaba en el dorso del zapato y comenzaba la tarea de hacer surgir el brillo, subiéndolo y bajándolo alternadamente.
Dicen que los buenos lustradores consiguen siempre hacer rechinar el calzado como si éste pidiera un poco de clemencia. El bigotón amigo de mi progenitor siempre lo lograba, causando mi asombro. Luego, con calma, mi padre bajaba del efímero trono y entonces era mi turno, iniciando de nuevo el proceso.
Recuerdos
Hace un par de semanas, sentado en una silla similar en uno de los puestos de los lustradores de calzado en el centro de Ciudad Guzmán, mientras el Güero desataba cuidadosamente las cintas de mis botas negras recién bautizadas por el temporal de lluvias y las depositaba en un recipiente con agua jabonosa, colocaba el trozo de plástico alrededor de mi tobillo y comenzaba a humedecer mi calzado preparándolo para ser sometido a un rejuvenecimiento temporal, recordé al sorprendido niño.
Han transcurrido casi cincuenta años desde entonces y sigo disfrutando del olor de la grasa, de la interesante charla vivencial intercalada con reflexiones y ocasionales bromas con el lustrador, de la expectante llegada del trapazo, del agudo chirrido de la piel indicando que la boleada ha concluido y de la presencia de mi padre, aunque ya no esté.

La voleada se convierte en metáfora de los rituales tradicionales, que forman identidad y vínculos familiares, . La acción íntima y cotidiana es presentada como un ejercicio simbólico, que rescata prácticas locales y afectos, intergeneracionales, que sólo aquellos que lo hemos vivido, podemos llegar a sentirnos tan conmovidos por este escrito,.
Muchas gracias por lo compartido querido Paulo, te mando un abrazo.
Gracias por compartirlo querido paulo, un abrazo.