Ya ni sabemos hace cuantos años desde que mi papá, familia y colegas de la comunidad cambiaron su forma de hacer la cosas.
– “Nosotros no sabemos cuantificar ni sacar cuentas, sabemos practicar lo que nos enseñaron los anteriores”. Mencionó en el lejano 2001, el campesino Ramón, en una asamblea de la Red de Alternativas Sustentables y Agropecuarias de Jalisco (RASA).
Y después, vino una aseveración surgida de la práctica encarnada de coraje y dignidad: “nosotros no nos dedicamos a las matemáticas ni a hacer cuentas, nos dedicamos a trabajar con la tierra”, dijo mi padre, Rodolfo, en ese mismo año.
Cuando los padres y madres de los campesinos Rodolfo y Ramón, les enseñaron a hacer agricultura les hablaron de las semillas, del arado, de leer el tiempo y escribir con surcos en el suelo. Les hablaron de dar alimento a la familia tanto como a la tierra. Les hablaron de la Milpa, de los tiempos del deshierbe, de las lunas buenas y los vientos malos.
Aprendieron a sembrar tres semillas por cada paso. Suprema práctica de solidaridad y complementariedad; una pá la tierra, una pá los animales y una para la familia. Cuando las cosechas llegaban lo primero era llevar calabacitas, ejotes, flor de calabaza, elotes, quelites y verdolagas a la cocina familiar, para que comiéramos todos. Lo segundo, compartir a los compadres, los vecinos, los amigos y, finalmente, pensar en vender.
En el ejido, el acto de sembrar para vender llegó cuando la revolución verde perpetró y cuando se introdujeron los créditos para pagar las deudas que el mismo extensionismo de los 80s promovió. Antes de eso se realizaban intercambios, trueques. Mi cosecha por una vaca. Semillas por mezcal. Calabazas por mano de obra.
La economía de mercado, como en casi todo territorio, socavó las economías campesinas originales. Y, desde luego, la gran mayoría de la población rural de esta región sucumbió de tal forma que las actividades productivas pasaron de priorizar la obtención de alimento a efectuarse para obtener dinero.
Sin embargo, estos dos campesinos jamás se especializaron en ganar dinero. Se especializaron en ser desobedientes ante lo externo. Y ese espíritu de resistencia, guiado por la sabiduría de sus madres Juanita y Carmen, ha logrado que otras formas de hacer agricultura, producir y comercializar sigan vigentes y en exponencial crecimiento. Ambas abuelas les siguen pidiendo llevar maíz nativo a sus cocinas para el pozole, el nixtamal y el atole. Una incluso, a sus 80 años, sigue recolectando guamúchiles, guajes, ciruelas y pitayas. La otra transforma en la cocina, con alquimia magistral, haciendo brotar comidas de sabor exquisito y encantador.
Lo bueno es que la desobediencia también es contagiosa. Ambas señoras dijeron no, yo no vendo, comparto. El acto de compartir es transgresor en tiempos de egoísmo. Los hijos, Rodolfo y Ramón, alumnos de sus madres, más vivas que nunca, aprendieron y dijeron; “me enseñaron a compartir antes que vender”. Y más o menos así se fundaron en la región espacios de reproducción de las relaciones sociales en los cuáles el eje común es el intercambio para satisfacer necesidades comunes como; alimentación, salud, afecto, escucha, abrazos. Lo que se genera en el fogón familiar pues.
Esta herencia cultural sigue viva. Ahora, las nuevas generaciones tenemos un compromiso cultural y familiar de no dejar que se mercantilice la memoria, los saberes, las semillas, el alimento y la vida. Muchas y muchos se han sumado y desde sus quehaceres y saberes también practican otro tipo de economía que más allá de perseguir fines económicos busca fortalecer tejido social, se encamina a la soberanía alimentaria y económica y a la autogestión.
En estos tiempos extraños, es posible ver vivos espacios de producción de alimentos diversos que se comercializan al margen del mercado especulativo. Si bien, el asecho mercantilista y agroindustrial es tremendo, conforme este monstruo parece que avanza, surgen pequeños espacios de resistencia en plazas con tianguis agroecológicos, ferias Municipales de las semillas, encuentros de saberes, escuelas campesinas y escuelas de campo, tiendas agroecológicas y modos de intercambio campesino tanto en la producción como en la cosecha.
Espacios comunes en la región donde se práctica la economía solidaria son tangibles. En ellos permea la comunicación. De ida y vuelta las personas comparten más que un producto. Se transmiten técnicas de siembra, de conservación, de transformación, de almacenamiento. Con distintos códigos y medios, se transfieren ideas y sentimientos de entendimiento mutuo para logran un fin común, el vivir bien. Más que cuantificar, hay que comunicar. Comer y disfrutar los melones orgánicos de Ramón o el maíz nativo de Rodolfo comunica mucho. El pozole elaborado por una abuela o los guamúchiles recolectados por la otra abuela tienen mucho que comunicarnos.
Es gracias a esta comunicación que se sobrepone a la cuantificación económica capitalista, es que se ha creado una red, un tejido, un telar social local y regional. Cada vez son más familias recuperando sus semillas, su modo de comunicar y reconectar. Se ha declarado al municipio de El Limón, Jalisco en 2020 como municipio agroecológico. Por acuerdo de cabildo y respaldado por ejidos, madres de familia, escuelas, organizaciones locales y, sobre todo, por la cotidiana práctica campesina.
En este mes, se lleva a cabo el Sexto Festival de las Frutas y las Semillas Nativas, el 3er. Encuentro de Jóvenes y Agroecología, el Segundo Módulo de la Escuela Campesina sobre Agricultura Regenerativa y el tianguis cultural de las mujeres se efectúa cada cuatro semanas. Todos estos espacios promueven, exponen, manifiestan otros modos de economía. Comunalidad y fiesta. Comunicación de lo realizado para todos los asistentes. Claro, siempre hay fruta, tortilla de maíz nativo y el pozole de la abuela. Aún se practica lo que “nos enseñaron los anteriores”, para vivir presentes mejores.
