Tapalpa siempre ha sido un recuerdo imborrable y un lugar permanente. Conocí el lugar a los dieciocho años en una salida con mis compañeros biólogos a mediados de los ochentas. Si, hace mucho tiempo.
En esa ocasión nos trasladamos de Guadalajara al pueblo en un camión de segunda con todos los implementos necesarios para instalarnos en el bosque: casas de campaña, bolsas de dormir, alimentos, ropa abrigadora y calzado adecuado, todo ello transportado en mochilas de los más diversos tipos y colores que nuestros juveniles hombros cargaban sin dificultad.
Una vez localizado el sitio idóneo, concentramos nuestros esfuerzos en adecuar el lugar estableciendo estratégicamente las tiendas de campaña alrededor de una fogata común en la cual preparábamos los alimentos correspondientes. Esa vez estuvimos un par de días en los cuáles conectamos con la naturaleza, con nosotros mismos y con los demás. Me enamoré del sitio para siempre.

A través de los años, he regresado con frecuencia y he permanecido ausente, pero nunca me he alejado. En el dos mil doce filmamos el Documental “Tierra de Colores” con un grupo de estudiantes universitarios lo cual implicó observar durante varias semanas lugares, personas, espacios e historias de la Sierra de Tapalpa. Un recuerdo inolvidable. Desde entonces, nuestra relación ha madurado con el tiempo haciéndose más profunda y cálida.
Luego, con ella, tuvimos presentaciones de teatro en el templo, en la plaza, en la Casa de la Cultura con el frío como una asidua evocación. Los viajes constantes hacia allá implicaban el reencuentro con amigos en noches de canciones, risas y olor a madera, a pan recién hecho, a canela, a café. El cortejo mutuo se ha mantenido por décadas y se conserva aún con el Pueblo Mágico actual de enormes fraccionamientos privados, cabañas y sonido de cuatrimotos.

Es por ello que la invitación de él, mi antiguo alumno, profundo colaborador y siempre amigo, me sorprendió: -inicié la administración de un hotel en Tapalpa, ¿cuándo vienen a conocerlo?- Vaya una sorpresa, nunca lo hubiese imaginado en ese rol. Ella entusiasmada me propuso: vámonos en dos semanas. Hecho.
Llegó la fecha y partimos rumbo a la tierra del color. Llegamos al lugar. Hermoso, rústico y acogedor. Efusivos abrazos nos dieron la bienvenida y comenzamos a charlar, reencontrando nuestros recuerdos. Un oloroso café preparado al momento nos acompañó mientras nos poníamos al día, hasta que el cansancio nos exigió dejar la plática inacabada.
A la mañana siguiente el sol iluminaba las tejas de las edificaciones vecinas, otorgándole un tono rojizo al paisaje. Cómo no sonreír ante tan singular belleza. Después de deambular por el pueblo un rato regresamos al albergue. Retomamos la conversación pendiente incorporando historias sobre las infancias en Tapalpa, la gastronomía local, las festividades religiosas, el fútbol amateur y los secretos de un buen café.

Conforme atardecía, una vieja mesa de madera con cuatro bancas igual de antiguas franqueándola le daban la bienvenida al ocaso. Ya estaban aquí cuando llegamos –nos dijo él- y nos contó la ocasión en que una familia solicitó permiso para acomodarse alrededor de los veteranos muebles. Luego, el más adulto les dijo a los demás: “yo comía en esta mesa con sus abuelos” mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. Un recuerdo conmovedor.
Los secretos del sitio no acaban nunca y se traslapan uno con otro. Las flores de lavanda del jardín nos cobijan mientras degustamos otro café con un delicioso pan recién hecho. La temperatura comienza a declinar por lo que se enciende la chimenea haciendo más cálida la conversa casi hasta la media noche.
Al otro día, nos despedimos. La estancia, inolvidable. ¿Cuándo vuelven?-nos preguntan ellos con una sonrisa- ¡Pronto! –respondemos también sonrientes- mientras le decimos adiós a Casa Colibrí, nuestro hogar por tres días.
