Era mediodía cuando escuché los primeros gritos de alerta de los vecinos: “¡se está prendiendo el cerro!” al tiempo que el olor a quemado empezaba a inundar el ambiente. Salí de casa. A la distancia percibí como el viento incitaba a las inquietas llamas a seguir avanzando. Comencé a toser y decidí entrar de nuevo.
Pocos minutos transcurrieron para que se escuchara el aullar de las sirenas acercándose con rapidez. La empinada calle con innumerables piedras sueltas complicaba el acceso de los socorristas y el traqueteo de los enormes camiones sobre la inestable superficie lo hacía evidente.
Comenzaron a llegar entonces los vehículos de auxilio: el camión de bomberos, la ambulancia, la pipa, la patrulla de policía. El incendio se iba fortaleciendo haciendo crepitar con un siniestro sonido lo que encontraba a su paso: ramas, pasto, plásticos, restos de basura.

Los brigadistas actuaron con celeridad bajando ágilmente de los vehículos y arrojando las mangueras al suelo, desenrollándolas y conectándolas a los camiones abastecedores. El agua liberada surgió, impetuosa. Iniciaba el desigual combate. Cual guerrilleros, los brotes de fuego se esparcían ágilmente por toda la superficie, escabulléndose a los surtidores. En instantes, una fuerte brisa cambió la dirección de las llamaradas y éstas comenzaron a ascender por una ladera, ampliando el espacio siniestrado. El humo ya se apreciaba en toda la ciudad.
Las llamadas y los mensajes electrónicos de los angustiados vecinos se sucedían uno tras otro, pues el incendio no se detenía. Se les ordenó desalojar. Nadie se movió. Lento pero constante el fuego seguía prosperando, acercándose peligrosamente a las primeras casas. El agua de uno de los vehículos abastecedores se terminó. Comenzó entonces el desesperado acarreo de agua en baldes para tratar de frenar el avance de las llamas.
Los esforzados apagafuegos se dividieron en dos cuadrillas para atacar al frente recién abierto, mientras la pipa vacía maniobraba con la dificultad de un paquidermo herido sobre la resbaladiza superficie de tierra y piedra, buscando el camino de regreso para aprovisionarse nuevamente.

Otro camión cisterna comenzó a subir pesadamente la empinada cuesta mientras el afanado conductor buscaba la mejor opción para girar el vehículo y enfilarlo hacia su destino, acercándose lo suficiente para que los brigadistas hicieran uso de esta nueva provisión de líquido y continuaran su labor.
El incendio comenzó a perder fuerza hasta que terminó siendo controlado, quedando solo pequeños rescoldos como un magro recuerdo. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de los daños: parte de una casa quemada y dos vehículos totalmente achicharrados. El dueño de éstos, desconsolado, lamentaba su mala suerte.
Entre el humo y el calor acercamos a los bomberos un garrafón con agua, vasos desechables, fruta y sándwiches. Bebieron el agua con avidez y repartieron las viandas, mientras que una de ellos batallaba con una fuerte irritación ocular. Vertió un poco de agua en sus ojos y sonrió al sentir una leve mejoría, sacudiendo la cabeza, aliviada.
Charlamos brevemente acerca de su difícil labor. Falta de equipamiento, de personal, de tecnología adecuada y de salarios dignos fueron algunas de las reflexiones en torno a su arriesgado trabajo. El crepitar de los radiocomunicadores portátiles nos impidió seguir dialogando. El fuego había brincado la cañada y se dirigía hacia Los Ocotillos, un boscoso Parque Natural de la ciudad.
Rápidamente recogieron sus implementos, enrollaron las mangueras y comenzaron a trepar en el enorme camión rojo. Sus agotados semblantes denotaban el esfuerzo realizado. Los despedí con un sentido grito de ¡gracias!, levantando la mano en señal de despedida. Al pasar junto a mi escuché a uno de ellos mascullar, dirigiéndose a nadie: “esto apenas está comenzando”. Así era, por desgracia.
