Siempre me ha gustado el ambiente de rancho: la gente, los paisajes, los animales, la comida, las sonrisas, las costumbres. Cuando estaba en la primaria y aún contábamos con dos meses de vacaciones en verano como cada año, esperaba irme a visitar a una parte de mi familia materna a una pequeña población nayarita.
En cuanto comenzaba el asueto, solicitaba a mi madre que preguntase a nuestros parientes la posibilidad de estar con ellos durante algunas semanas. Siempre me aceptaron y me recibieron con mucho afecto.
La emoción comenzaba al seleccionar las playeras, los pantalones y los tenis que tendrían que soportar el trabajo rudo del rancho. La distancia a este no era mucha, un poco más de 60 km que actualmente se recorren en menos de una hora.
No obstante, en ese entonces que se carecía de autopistas y el camión realizaba paradas constantes en diversas rancherías, el tiempo de recorrido era de casi dos horas.
El pueblo
La recepción en el pueblo siempre fue cálida, pues la temperatura invariablemente superaba los treinta grados centígrados. Al bajar del transporte tomaba obligadamente mi baño de sol y comenzaba a sudar copiosamente.
Caminaba hasta llegar a casa de mis familiares y mi tía me recibía con una amplia sonrisa, un fuerte abrazo y un cariñoso beso en la mejilla, preguntándome: ¿quieres un raspado?. La respuesta siempre fue afirmativa. Nos trasladábamos entonces al puesto más cercano y yo pedía uno grande de vainilla, de guayaba o de nanchi (nance, para los que no son nayaritas). Era como empezar a tocar el cielo.
Enseguida regresábamos a su casa a preparar la comida y a esperar la llegada de mi tío y mis primos. Aparecían un rato después sucios, cansados y sumamente hambrientos. Nos saludábamos efusivamente y luego, a comer.
Las tortillas recién hechas, los frijoles, el jocoque, el queso fresco, el chile verde, la sopa de arroz rojo, la carne con chile y el agua de frutas eran algunas de las delicias puestas sobre la mesa.
Las actividades
Una vez concluido el banquete, a reposar la comida un poco, esperar a que bajase la intensidad del sol y entonces, salir corriendo a jugar en la plaza. Nos encontrábamos con más primos y primas, la palomilla crecía y el bullicio también.
Los juegos eran diversos: alcanzadas, quemados, escondidas, adivinanzas; en fin, nos permitían entretenerlos toda la tarde. Cuando comenzaba a oscurecer, volvíamos.
El café con leche y el pan eran el preludio de una buena noche. Dormía en la habitación de mis primos y en más de una ocasión mi tía fue a advertirnos que dejáramos de estar parloteando y haciendo escándalo, ya que al día siguiente debíamos madrugar.
Asentíamos obedientemente, apagábamos la luz del cuarto y nos disponíamos a dormir cuando a más de alguno se le ocurría algo que nos hacía estallar en carcajadas, las cuáles tratábamos infructuosamente de contener con la almohada. Cuando mi tía llegaba por tercera vez y su voz comenzaba a perder la calma y a volverse más seca e imperiosa, comprendíamos que ya era tiempo de empezar a soñar.
El amanecer
Despertábamos a las cinco de la mañana del día siguiente bajo el mandato de un impertinente despertador de campana. Aún estaba oscuro y aunque el vientecillo fresco de la mañana motivaba a seguir acostado, era hora de levantarse. Mis primos comenzaban a vestirse con su camisa a cuadros, pantalón de mezclilla, fajo de cuero, navaja al cinto, botines y sombrero; si bien mi ajuar de tenis, camisa de algodón y cachucha deportiva desentonaba, yo era parte del equipo.
Salíamos directo al mercado donde mi tío pedía un plato grande de menudo y uno chico para cada uno de sus hijos con cebolla, cilantro, chile verde, una generosa cantidad de tortillas y un agua caliente para preparar su Nescafé. Yo prefería un chocomilk grande del puesto aledaño y un enorme bollo dulce.
Terminado el desayuno, nos dirigíamos al potrero donde había que ordeñar al ganado. Los peones contratados que ya esperaban nos daban los buenos días mientras hacían discretos ademanes dirigidos a mí, el escuincle de zapatos deportivos y gorra beisbolera.
Mis primos mencionaban el parentesco y que estaría con ellos durante las vacaciones, a lo que ellos respondían encogiendo los hombros mientras comenzaban a trabajar. Su habilidad y rapidez para la ordeña eran tan impresionantes para mí qué en una ocasión, al notar que los miraba boquiabierto me invitaron a intentarlo.
La ordeña y los accidentes
A regañadientes y con los vítores de mis primos como respaldo me dieron las indicaciones pertinentes, me proporcionaron una cubeta hacia la cual dirigir los disparos de las ubres y me sentaron en un diminuto banco de madera cuyas disparejas patas me obligaban a estar en constante equilibrio para no caer.
Pese al esfuerzo, mis torpes dedos no hacían sino lastimar al animal con cada jalón de sus mamas, lo cual provocaba sus constantes mugidos de molestia. Sutilmente me retiraron de allí encomendándome entonces lazar y amarrar a un árbol a los becerros, liberándolos hasta que sus madres fueran ordeñadas. Tarea simple para un vaquero, pero un poco complicada para un chico citadino de nueve años.
Haciendo de tripas corazón, caminé con sumo cuidado sobre la fangosa superficie del corral compuesta por una mezcla de tierra, agua, estiércol, hojas secas y ramas en donde mis tenis se enterraban constantemente, lo cual me generaba una sensación extraña aunque también divertida y emocionante.
En un momento de euforia después de haber amarrado al quinto becerro, giré tan rápido en busca del sexto que no tuve tiempo de sacar los pies del fango, ocasionando que mi cintura se moviera en una dirección mientras que mis extremidades inferiores permanecían firmes en su posición original; caí entonces con un estrepitoso ¡plaf!.
Las risas, los aplausos y los chiflidos no se hicieron esperar. Mi tío se acercó y tendiéndome una de sus enormes manos me ayudó a incorporarme al tiempo que preguntaba: ¿estás bien?. Asentí sonriendo, avergonzado de mi torpeza mientras intentaba quitarme el lodo de la cara, de los antebrazos y de las piernas.
Para la anécdota
Pacientemente, el hombrón sacó del bolsillo trasero de su pantalón un paliacate y me lo acercó, diciéndome: “mójalo y límpiate la cara, ya llegando a la casa te bañas”. Seguí sus instrucciones cabizbajo cuando inesperadamente mis primos me rodearon, bromeando sobre mi lodoso aspecto. Comenzaron entonces a recordar sus propias peripecias, accidentes y anécdotas más divertidas haciéndonos reír a todos con sus ocurrencias y olvidando con ello mi bochorno anterior.
Después un par de horas de trabajo y acabada la faena, regresamos a almorzar. Corrimos hacia el vehículo, una maltratada camioneta Ford F-150 de redilas y comenzamos a trepar por la pequeña escalera lateral hasta acomodarnos en la canastilla ubicada sobre la cabina del conductor.
El regreso implicaba constantes sacudidas en un camino de terracería lleno de agujeros provocados por las lluvias y el constante paso de vehículos y de ganado, lo cual nos hacía dar tumbos y saltos entre gritos de terror y de júbilo, mientras las risas de mis primos enmarcaban nuestro retorno al pueblo.