Por: Carlos Efrén Rangel
Autlán de Navarro, Jalisco. 29 de marzo de 2022. (Letra Fría) Una exalumna murió hace una semana. Aún duele escribir esa frase, no solo por lo reciente del hecho, también porque la suya fue una vida durísima de principio a fin. Cuando vi su foto en la esquela, tristemente no la reconocí, pero al leer su nombre completo tuve presente a la estudiante que atendí en el ciclo completo que pasamos a distancia, recordé su esfuerzo coronado al redactar textos argumentativos, la dificultad que tuvo para distinguir entre una metáfora y un símil, pero, sobre todo, su constancia para estar al pendiente de clases y enviar trabajos desde un cibercafé.
Encontró la muerte a bordo de una motocicleta en la que viajaban más personas de las que caben; tenía derecho a salir y divertirse, las condiciones en las que pudo o decidió hacerlo, sin embargo, resultaron fatales.
Cuando cursaba el primer año de secundaria tuvo que enfrentar la muerte de su madre, un caso tipificado como feminicidio, el responsable fue su padre quien desde entonces está en la cárcel. En la escuela recibió el acompañamiento psicológico que las limitadas condiciones permitieron, la atención fue cercenada por la pandemia que nos mandó a todos a casa.
El domingo pasado leí en El Informador que, en Jalisco, durante los primeros dos meses de 2022, las corporaciones de seguridad abrieron mil 824 investigaciones por el delito de violencia intrafamiliar, un fuerte incremento con respecto al mismo periodo del año anterior, en que se atribuyó el mal al encierro, a que los niños no iban a la escuela.
La ONG Casa en Común lleva un recuento clasificado de este tipo de delitos, usan una categoría llamada Atrocidades, para describir violencia extrema, de las cuales registraron en el primer bimestre del 2022, 894 hechos. Casi 15 atrocidades cada día.
Estas cifras acentúan su capacidad de producir escalofríos, cuando se entiende que tras de los números hay vidas humanas que arrastran padecimientos que no se desvanecen con los moretones, una existencia como la de mi exalumna que tuvo que enfrentar, sin el amor de una familia, el tobogán de emociones que implica la adolescencia, y que enfrentó el fatal destino de un hecho trágico que por sí solo parece un accidente, pero que visto en perspectiva, es el punto final de una larga serie de violaciones a sus derechos fundamentales.
Pensamos que, con volver a la escuela, la violencia hacia las mujeres se detendría, que los delitos bajarían en automático; difícilmente ocurrirá cuando hay quien afirma que, si una alumna viste la falda del uniforme más arriba de la rodilla, no se debe amonestar a los alumnos que la agredan, pues el origen de la agresión es el uniforme mal colocado.
Por eso me enfada que ante las manifestaciones que exigen el alto a la violencia, algunos estultos afirmen que nadie debería afear el paisaje con marchas o pintas, piden que el problema se lo dejen a la escuela, que con educación se resuelven todos los problemas. Tenemos evidencia de que no, que el problema es tan grave, tan sentido, tan de vida o muerte, que todas las acciones que favorezcan la solución, deben aplicarse, más las que aceleren la atención y con ello la solución.
Claro que desde la educación y la comunicación podemos hacer mucho por abonar a mejorar el panorama, a formar ciudadanos que vivan en comunidad, que cuiden a los demás, y que empiecen por cuidarse a sí mismos, reconociendo como una situación de alto riesgo, por ejemplo, viajar hechos bola en motocicleta a altas velocidades. Aunque necesaria y de fondo, esas soluciones nacidas en la educación tardarán en llegar, y necesitamos atenderlas rápido, es de vida o muerte.
MA/MA
Queda prohibida su reproducción total o parcial. El contenido es propiedad de Letra Fría.
