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Al encuentro del gigante, parte II

Jorge Martínez Ibarra nos cuenta de su viaje desde Mazatlán hasta La Paz, Baja California. Durante el trayecto a su alojamiento pudo apreciar inmensas bahías, hermosas playas, pescadores recogiendo sus redes y aves, muchas aves.

Imagen ilustrativa de David Mark en Pixabay

Por: Jorge Martínez Ibarra | El Caminante

Ciudad Guzmán, Jalisco.- Amanecía…los primeros rayos del sol asomaban tímidamente entre las delgadas cortinas de la habitación. Era hora de levantarse y proseguir el viaje. El transbordador que nos llevaría de Mazatlán a Puerto Pichilingue en la Bahía de la Paz, BCS saldría a las 5 de la tarde, aunque nos habían recomendado llegar con al menos hora y media de anticipación a la salida, ya que el proceso de embarque era sumamente lento.

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Almorzamos temprano y continuamos conociendo Mazatlán. Después de la comida nos dirigimos al muelle con nuestras mochilas sobre los hombros. Una larga hilera esperando embarcarse nos precedía, por lo que habría que tener paciencia. Esperamos alrededor de una hora antes de que la fila comenzara a moverse lentamente pero de manera constante. 

Las alternativas para viajar eran diversas y los costos escalonados, siendo el precio más económico el de los camastros de la cubierta. Ahí conocimos a diversas personas y familias que habitaban en La Paz y que se encontraban haciendo el viaje de regreso de Sinaloa, utilizando el ferry como un práctico medio de transporte para trasladarse “del continente” como ellos decían, ya que era más barato que el traslado en avión y mucho más rápido que bordear la Península de Baja California en automóvil u ómnibus. Con sus pertenencias a un lado y cubriéndose del frío viento de altamar con mantas, frazadas o ropa, trataban de descansar lo mejor posible durante las aproximadamente doce horas de navegación, lo cual no era nada sencillo. Mareos y vómitos eran frecuentes tanto en niños como en adultos. 

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Nosotros optamos por alquilar un reducido camarote un nivel más abajo, el cual contaba con las dimensiones adecuadas para volverte claustrofóbico, si es que no lo eras ya. Un par de literas en las cuales habría que ser muy cuidadoso al subir para evitar golpearte la cabeza, un pequeño mueble metálico para acomodar tu equipaje y un diminuto lavamanos. Era un espacio de aproximadamente dos por dos metros cuadrados. Había que salir de la “cabina” (así ostentaba el nombre nuestro pequeño habitáculo) y trasladarse al pasillo para acceder a los sanitarios, cruzando los dedos para que no estuviesen ocupados permanente o intermitentemente por algunos de los viajeros descompuestos. 

El balanceo constante del barco entorpecía un poco la marcha, pero no lo suficiente como para que unos minutos de adaptación lo arreglaran. Subimos a cubierta y disfrutamos del atardecer, observando cómo la costa de desvanecía lentamente a la distancia, hasta desaparecer. Es una impresión poderosa cuando dejas de ver (y quizás hasta sentir) tierra firme. El apabullante océano se manifiesta con toda su grandeza recordándote lo frágil y diminuto que eres.

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Cuipala

Repentinamente, un alboroto en proa llamó nuestra atención: la gente señalaba a lo lejos y gritaba emocionada, sumándose cada vez más integrantes al contingente. El motivo de tal agitación era el avistamiento de una manada de delfines que surcaba con rapidez las olas a la par del barco, convirtiéndose en un extraordinario y hechizante espectáculo. Por espacio de una hora se mantuvieron nadando junto a la embarcación, hasta que decidieron despedirse.

El sol comenzó a desaparecer en el horizonte indicándonos que se acercaba la noche. Bajamos de cubierta y nos dirigimos al restaurant en donde cenamos una hamburguesa de regular calidad acompañada de una fría cerveza. La gente comenzaba a llegar congestionando el espacio por lo que salimos de ahí, dirigiéndonos a un salón contiguo. Este resultó ser una especie de bar con amplias ventanas y una pequeña pista de baile al centro. 

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Una alegre música sonaba sin que nadie se animase a bailar…hasta que llegaron ellas y prendieron el ambiente; eran aproximadamente diez bellezas risueñas, bulliciosas, coquetas y dispuestas a divertirse. Nosotros nos encontrábamos en una de las mesas a un lado de la pista, por lo que un par de ellas no dudó ni un minuto en acercarse e invitarnos a bailar. Imposible negarnos. Nos contorneábamos alegremente entre el animado grupo: un club de la tercera edad disfrutando de su viaje a La Paz.  Las vivaces septuagenarias no nos permitieron descansar ni un instante. Rato después y con una radiante sonrisa se despidieron afablemente de nosotros, agradeciéndonos el baile. Un recuerdo inolvidable.

Después de tan fascinante experiencia, subimos nuevamente a cubierta. Era aproximadamente media noche y la mayoría de los pasajeros se encontraban ya durmiendo, por lo que caminamos silenciosamente para despedirnos de las estrellas y apreciar el reflejo de la luna sobre el mar. Cual si estuviera navegando con nosotros, ésta se bamboleaba juguetonamente sobre las olas y marcaba la estela de espuma dejada por el barco…hora de dormir. Nos dirigimos al camarote. Intentar conciliar el sueño con ondulaciones permanentes puede servir de arrullo o evitar tu adormecimiento. A nosotros nos sucedió lo primero. Nos despertó una tímida línea de sol entrando por la ovalada ventana; minutos después, la estruendosa sirena del barco anunciaba la llegada al puerto. Al atisbar por el cristal, percibimos la silueta de un muelle al cual nos acercábamos lentamente; aún tardaríamos una hora más en atracar. 

Descendimos aún somnolientos por el puente. Una humedad tropical nos daba la cálida bienvenida a la península de Baja California. Abordamos un taxi y nos dirigimos a La Paz, distante aproximadamente trece kilómetros del puerto. Durante el trayecto pudimos apreciar inmensas  bahías, hermosas playas, pescadores recogiendo sus redes y aves, muchas aves.

Llegamos al Yeneka, pintoresco hotel con habitaciones rústicas y desayuno incluido, asunto sumamente importante para dos viajeros frecuentemente hambrientos. Sillas y mesas de madera, ruedas de carretas, macetas colgantes, fustas para caballo, caracoles, lámparas multicolores, sombreros, libros, mecedoras, cráneos y cuernos de vacas, figuras de yeso, mosaicos policromáticos, redes de pesca, máscaras de madera y diversos fierros oxidados formaban parte de la ecléctica decoración del lugar. Nos alojaron en una sencilla habitación con dos camas, un par de mesas pequeñas, un ventilador de techo y una pared sumamente blanca.

Ya instalados, había que almorzar. Por experiencias anteriores, imaginamos que al ser incluido en el costo del hospedaje el desayuno sería simple o al menos, raquítico. Nada más lejos de la verdad. Nos sirvieron un enorme plato con frutas que devoramos ávidamente. Posteriormente, una ración igualmente generosa de huevos con machaca acompañada de frijoles, tortillas de harina calientes, un enorme vaso con jugo de naranja recién hecho y una humeante taza de café con damiana que nos sirvió para acabar de despertar.

Después del banquete, dimos un breve recorrido por los alrededores y regresamos a recobrar un poco del sueño perdido y a descansar; al día siguiente nos esperaba el trayecto de doce horas a través del desierto de Baja California.

MV

Profesor e Investigador del Centro Universitario del Sur de la Universidad de Guadalajara. Productor audiovisual. Apasionado de los viajes, la fotografía, los animales, la buena lectura, el café y las charlas interesantes.
Columnista en Letra Fría.
Correo: jorge.martinez@cusur.udg.mx

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