Me levanto, me doy un baño y luego de vestirme, presuroso lleno los recipientes con alimento para las pequeñas y demandantes criaturas peludas que con sus maullidos exigen premura en el servicio. Comienzan a comer inmediatamente y me ignoran, dándome la espalda.
Me dirijo entonces al patio trasero donde las inquietas perras comienzan a hacer de las suyas arrastrando los platos metálicos para llamar mi atención, cosa que sin duda logran. Ladran entusiasmadas al acercarme a otorgarles su respectiva ración de las olorosas croquetas que les encantan y ellas agitan la cola fuertemente en señal de agradecimiento.
Me dirijo entonces a la cochera, abro el portón y los cuatro perros callejeros que dormitan bajo el auto se despiertan y salen a la calle, desperezándose y ladrándole al viento, a los pájaros, al lejano motociclista y a uno que otro can que camina despreocupadamente cincuenta metros más abajo.
Saco el vehículo de casa, cierro el portón y los animales regresan a dormitar un rato más.
Rumbo al IMSS
Comienzo a bajar por la empinada calle de la colonia cuyo empedrado se va perdiendo paulatinamente con las corrientes generadas por las torrenciales lluvias. Trato de esquivar cuidadosamente los baches y las piedras sueltas atravesadas en el camino, mientras saludo a la pasada a los vecinos que me encuentro en el camino.
Me dirijo entonces a la Clínica del IMSS, con el fin de llegar puntual a la cita agendada telefónicamente desde hace un mes. Me asignaron el horario de las 9:15 de la mañana, haciendo hincapié en que estuviera presente al menos quince minutos antes de la hora señalada.
Rápidamente arribo a mi destino, estaciono a dos cuadras y comienzo a caminar pasando a un lado de los puestos de tamales y atole, las tostadas de chile de uña, los tacos tuxpeños, los jugos, las gorditas y la fruta picada.
Cruzo la calle y me dirijo al ingreso principal del Hospital. Reviso la hora: las nueve exactas, justo el momento en que debía estar entregando el tarjetón de acuerdo a las instrucciones telefónicas.
Apresuro el paso y franqueo la entrada saludando a la vigilante con un breve “buenos días” mientras ella me regresa secamente el saludo al tiempo que inquiere: ¿a dónde va?. “Voy a una cita médica” respondo mientras el reloj sigue corriendo y muestro el documento que lo comprueba. “Pásele pues” me contesta y vuelve a centrar su atención en la pantalla de su celular.
La consulta
Esquivo a dos enfermeras, a un carrito de limpieza, a un par de niños pequeños que juguetean despreocupadamente mientras su madre hace fila para gestionar el traslado de un enfermo y a una carriola con un bebé empeñado en mostrarnos la potencia de sus pulmones.
La sala de espera para las consultas médicas está llena y mi consultorio de adscripción se encuentra casi al final, por lo que hay que atravesar otro laberinto. Finalmente me encuentro frente a la asistente médica la cual antes de mencionarle cualquier cosa se levanta de su silla para acudir al llamado de su compañera de al lado, quien le muestra un meme que le acaba de llegar vía electrónica. Ambas ríen divertidas.
Regresa a su escritorio y recibe mi documento, diciéndome: “siéntese, en un momento pasa”. Excelente -pienso para mí- llegué justo a tiempo. Mi entusiasmo se ve interrumpido cuando me señala a un par de personas sentadas cerca y que son quienes me antecederán en el ingreso.
Ya decía yo, demasiada belleza no era posible. Saco un libro de mi morral y comienzo a leer, mientras a mi izquierda inicia un pequeño debate entre una pareja de sexagenarios acerca del costo actual de la vida…pero calculado en dólares.
La charla toma el rumbo de la conveniencia de vivir en Estados Unidos o en México (donde al parecer residen actualmente) a partir de su propia historia de vida.
La espera de los pacientes
Mientras tanto, comienzan a llegar los pacientes citados y, al igual que yo, se sorprenden del desfase del itinerario. Han transcurrido treinta minutos desde mi llegada los cuales he aprovechado para continuar con la lectura de las peripecias de Cece, Jimmy y Bud, algunos de los personajes principales de la historia en turno.
Me sobresalto cuando repentinamente me tocan el hombro izquierdo y una señora mayor caminando con dificultad se sienta a mi lado, al tiempo que comienza a quejarse de la impuntualidad y me comparte la intimidad de sus achaques. Le sonrío y asiento con la cabeza -si, así es la vida aquí en el Seguro- le digo, sin referirme específicamente a la deficiencia institucional o a sus malestares físicos.
A los recién llegados a consulta se les solicita pesarse en la báscula ubicada afuera de los consultorios, la cual evidencia los excesos, los descuidos, los gustos. Los comentarios son diversos, pueden ser críticos: “esta báscula está mal”, sorprendentes “¡ah chingado, ya subí cinco kilos”! o molestos: “ni que estuviera tan gorda (o)”.
Hay otros más mesurados, donde una vez registrada la medición del aparato, simplemente se encogen de hombros, gesticulan o tuercen la boca con desagrado. Sin querer ya llevo registrado mentalmente el peso de los cinco últimos pacientes, por lo que decido reiniciar la lectura.
Una sonriente mujer de mediana edad reparte los pedidos alimenticios solicitados en los distintos escritorios agrupados consecutivamente: tacos, tortas, yogurt con fruta, panes y otras viandas, los cuales son sigilosamente deslizados tras el computador.
Un señor mayor de setenta años en silla de ruedas se pone mal y rápidamente lo rodean médicos y enfermeras. Al parecer tiene una insuficiencia respiratoria que le juega malas pasadas constantemente, por lo que alcanzo a escuchar. Afortunadamente se recupera de a poco.
Medicamentos
Otros treinta minutos y ya es mi turno, ha pasado una hora desde mi llegada. Entro y la sonriente y joven médico me saluda y me pregunta por la salud de mi madre. Quebrantada, -le contesto- pero aún con buen ánimo.
Le envía saludos mientras teclea las indicaciones y me explica que el desfase de los horarios de citas inició desde el primer paciente y con los cuatro posteriores ya que debido a sus complicados padecimientos se requería una atención más minuciosa.
Asiento comprensivo. Me imprime las recetas de los medicamentos, los firma, los sella y me despide amablemente. Me encamino hacia la farmacia, en la cual afortunadamente hay solo tres personas en la fila.
Un par de ellas manifiestan su decepción por no poder surtir sus recetas debido a la falta de medicamento, por lo que deberán volver en una semana para ver si tienen más suerte. Tras el cristal, el responsable de la droguería les conmina a llamar por teléfono para preguntar al respecto.
Una de las personas afectadas es una señora con un mandil, un paliacate amarrado a la cabeza y unas sencillas sandalias de plástico que en su camino hacia la salida alcanza a mascullar: ¡para qué, si nunca contestan! y continúa, decepcionada.
El empleado se encoge de hombros y esboza una pequeña sonrisa al tiempo que me comenta, revisando los medicamentos indicados en mi prescripción médica: “la escasez no es culpa nuestra, nosotros solamente surtimos las recetas”. Mientras salgo de ahí con los medicamentos completos, la fila empieza a hacerse más larga.
Saludos profe lo único diferente en mi viaje al segurolas es: de tres medicamentos solo había dos. Y en una clínica entre el pasado y el presente tardío de un Sayulis mágico.