Por: Carlos Efrén Rangel.
Autlán de Navarro, Jalisco. 12 de junio de 2018. (Letra Fría).- El primer mitin político que presencié fue por accidente. El punto de reunión para asuntos comunitarios era la sombra de un arbolote que estaba afuera de la única tienda de ese rancho de la Sierra de Manantlán. Eran finales de los ochenta y vi a mis vecinos cubrirse con cachuchas de cartón rojas y cargar costalillas estampadas del logotipo tricolor, mientras escuchaban a un señor prometerles todo lo que nos hacía falta.
“¿Escuchaste mamá?, van a poner drenaje, van a pavimentar la carretera, y en la llave de la escuela saldrá agua”, le hice notar muy emocionado a mi madre, quien me llevó a la tienda y nos sorprendimos con el discurso. “Son mentiras de políticos”. La sentencia materna movió mis estructuras.
Por mi edad vivía un proceso de maduración en el que aprendía a identificar la diferencia entre la realidad y mi imaginación infantil. El resultado es que mentía con frecuencia, más por este aprendizaje que por maldad. Pero me castigaban seguido por decir, por ejemplo, que había ido a la tienda montado en un caballo negro y no a carrera tendida. Por eso yo asumía que mentir era cosas de niños, de imaginación.
En los últimos años he recordado con frecuencia ese incidente. Haber trabajado tanto tiempo como periodista me hizo convivir con la verdad, vivía para buscarla y gracias a eso y a Juan Carlos Núñez sé que la verdad es chiquita y humilde, pero irrebatible y comprobable. Es decir: lo que digo lo tengo que demostrar.
A veces uno puede mentir sin querer. Una percepción equivocada puede generar una idea errónea y al enunciarla, falsear un dato que dé al traste con la comprobación. Entonces se demanda una actitud humilde para recomponer. La verdad se construye con múltiples visiones y muchas comprobaciones.
Entre aquel señor que hablaba en la campaña del 88 y prácticas de los últimos días hay un puente: se miente con conciencia y el engaño ya no es exclusivo de políticos. Con singular entusiasmo compartimos noticias que no podemos comprobar: los coches de lujo de López Obrador, o el apoyo venezolano en un documento oficial, o su intención de suprimir al Congreso si no apoyan sus iniciativas, o la foto semidesnudo de Anaya o el impuesto de Meade a las tarjetas de crédito que ya existía desde 2014. Todos son ejemplos de mentiras que han circulado con cinismo.
Decir la verdad es un acto ético de primera generación. Nuestra posibilidad de convivir parte de que no falseemos la realidad con conciencia. Decir algo que no puedo comprobar para afectar a unos o favorecer a otros es un dulce envenenado.
La maduración social y personal vuelve indispensable que sea una regulación propia la que haga el papel de una madre que ante la imaginación infantil, ponga las mentiras en su lugar: en el cesto de basura donde reposan muchos de los más indignos y repugnantes actos humanos.
AJEM