Por: Lado B | Alinza de Medios
Desde los 12 años me daban ataques de pánico, pero cuando le pregunté a mi mamá si debía ir al psicólogo, ella dijo: “No, tú no estás tan mal”.
“Lo único que tienes es que eres muy apasionada”, me dijo el psicólogo al que consulté por primera vez, a mis 19 años, porque tenía ataques de pánico y depresión.
Él también me desanimó de consultar a un psiquiatra, diciéndome que me iban a mandar medicamentos que realmente no necesitaba y que solo iban a “cubrir” los síntomas, lo que haría más difícil que pudiera sanar el problema de origen en terapia.
Decidí darme esa oportunidad hasta mis 32 años, cuando sufría un episodio de burnout y lloraba de tristeza o frustración al menos una vez a la semana. Me diagnosticaron Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH).
Mi diagnóstico me sorprendió porque de hiperactiva no tenía nada y desde siempre me ha gustado estudiar. ¿Cómo podría tener TDAH entonces? El TDAH se asocia a niños pequeños incontrolables corriendo por todos lados y con problemas en la escuela. Yo también creía eso. De hecho, hasta hace 9 años solo se diagnosticaba en infantes.
Esta situación representó muchísimas dudas e invalidación propias y de terceros, con comentarios como: “Todos nos distraemos a veces, no creo que tú tengas TDAH”. Hasta yo estaba de acuerdo con eso cuando recién recibí el diagnóstico, pero, a la vez, ya todo para mí era objeto de análisis.
¿Es realmente normal no saber dónde dejaste tu celular varias veces al día? ¿Es realmente normal haber tenido episodios depresivos cada año mientras estuve en la universidad, a causa de querer cambiar de carrera frecuentemente? En las respuestas de esas preguntas hay matices, es complejo. Igual de complejo y multifactorial es el diagnóstico.
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