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Travesía hacia la isla… | El Caminante

Jorge Martínez Ibarra narra la travesía que vivió a finales de la década de 1980, cuando tuvo la fortuna de vivir en la Isla Socorro durante algunas semanas junto con un grupo de compañeros estudiantes de Biología de la entonces Facultad de Ciencias de la Universidad de Guadalajara. La intención era llevar a cabo diversos estudios de flora y fauna en ese sitio, dada su peculiaridad ecológica. La experiencia fue inolvidable.

Jorge Martínez Ibarra

Zapotlán El Grande, Jalisco. 26 de mayo de 2022. (Letra Fría) Una isla es una porción de tierra rodeada de agua. Son ambientes particulares con diversos organismos que se han establecido, adaptado y evolucionado a lo largo de cientos, miles o millones de años, teniendo una gran importancia por su riqueza de especies y endemismos. Además de proporcionar una gran variedad de recursos biológicos, las islas proveen una defensa contra los desastres naturales, ayudan en la regulación del clima y proveen diversos recursos económicos, educativos, lúdicos y simbólicos.

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En México, las islas están distribuidas a lo largo de todo el país. De acuerdo a la Comisión Nacional para el Uso y Conocimiento de la Biodiversidad (CONABIO), existen aproximadamente 1,365 cuerpos insulares repartidos en toda la costa mexicana con una superficie de 5,127 Km2, equivalente al 0.3% del total del territorio nacional.

La Isla Socorro forma parte del Archipiélago de las Islas Revillagigedo (un archipiélago se constituye por la agrupación de diversas islas cercanas entre sí) el cual está conformado además por las islas Roca Partida, San Benedicto y Clarión y ubicado a 720 km al oeste de la costa mexicana, bajo la jurisdicción del estado de Colima. El 6 de junio de 1994 el Archipiélago Revillagigedo fue declarado Área Natural Protegida y el 15 de noviembre de 2008 fue denominado Reserva de la Biósfera. Posteriormente, el17 de julio de 2016 la UNESCO le otorgó el rango de Patrimonio Natural de la Humanidad.

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Mucho antes de tales acontecimientos, a finales de la década de 1980 tuve la fortuna de vivir en la Isla Socorro durante algunas semanas junto con un grupo de compañeros estudiantes de Biología de la entonces Facultad de Ciencias de la Universidad de Guadalajara. La intención era llevar a cabo diversos estudios de flora y fauna en ese sitio, dada su peculiaridad ecológica. 

Sin más apoyo que nuestro juvenil entusiasmo y el cobijo institucional de un oficio que hacía constar nuestra vigencia como estudiantes, teníamos que prepararnos para una estancia de un mes en la isla. Esto implicaba obtener los recursos para el pago del pasaje terrestre de Guadalajara a Manzanillo (ida y vuelta), el costo del traslado de Manzanillo a la isla en un buque de la Armada de México y la compra de los víveres y las provisiones necesarios.

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Durante los meses previos a la salida llevamos a cabo diversas actividades para lograr nuestro propósito: vendimos ropa usada en los tianguis, realizamos rifas, lavamos autos y un innumerable etcétera. Conseguimos el dinero y comenzó la aventura… éramos todo un espectáculo: aproximadamente diez jóvenes de 18 a 21 años llegando sonrientes a la entonces Antigua Central de Autobuses de Guadalajara cargados con mochilas, casas de campaña, bolsas de dormir, costales y cajas con alimentos y equipo de campo (cintas, mapas, cámaras, binoculares, jaulas, etc). 

Con mucho esfuerzo acomodamos nuestro equipo y provisiones en la zona de equipaje del autobús (con la evidente molestia del conductor por el espacio que requeríamos para ello). Al fin, ¡iniciamos la travesía!.  El traslado de Guadalajara a Manzanillo implicaba un recorrido de seis a siete horas en autobuses viejos, carentes de aire acondicionado y sumamente lentos. No obstante, dado nuestro gusto por la aventura estos pequeños inconvenientes los convertimos en parte de la misma.

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Una vez llegando al puerto descargamos nuestras cosas, descansamos un poco y nos preparamos para la siguiente etapa. En la Isla Socorro, en 1957, la Secretaría de Marina estableció una estación naval militar permanente con capacidad e infraestructura para 235 marinos. Por ello, el transporte para trasladarse de Manzanillo a Isla Socorro consistía en un buque de la Armada. 

Así que, una vez descargado nuestro equipaje y trasladado éste al puerto, había que subirlo a la embarcación. El barco estaba anclado junto al muelle, por lo que debíamos transportar nuestras cosas a través de un angosto puente que conectaba al muelle con el costado de la nave… una dinámica complicada para quienes no estábamos acostumbrados a movernos acorde al vaivén de las olas del mar. Era toda una proeza intentar caminar unos cuantos metros con una mochila de 25 kg a la espalda, estuches de cámaras fotográficas, binoculares, cajas con alimentos y el resto del equipo sobre el pequeño puente oscilante sin que nada cayese al mar, bajo el riesgo de perderlo definitivamente…aun escucho las divertidas risas de los marinos ante nuestros titubeantes pasos a las cuáles se sumaban paulatinamente las alegres carcajadas de nuestros propios compañeros.

Una vez en el buque, nos instalamos. Los camastros que nos asignaron estaban uno sobre otro formando dos líneas a los lados de un angosto pasillo. Iniciada la travesía, al estar poco familiarizados con un espacio tan reducido, poco ventilado y con un balanceo constante, teníamos dos retos fundamentales: evitar marearnos y si no lo lográbamos, intentar llegar al sanitario lo más rápido posible.

Resuelto lo anterior y una vez en mar abierto, subimos a cubierta. Aún recuerdo el impresionante azul turquesa del mar: profundo, inmenso, majestuoso, imponente. Una experiencia inolvidable. El trayecto implicaba más de 20 horas de viaje, por lo que contábamos con mucho tiempo libre. Al inicio nos acompañaron gaviotas y otras aves, pero a medida que nos alejamos de la costa fueron abandonándonos. 

Más adelante, un entusiasta grupo de delfines comenzó a juguetear a los costados y bajo la proa del barco, saltando constantemente y haciendo que el viaje fuera cada vez más interesante. Mis sorprendidos compañeros y yo buscamos situarnos lo mejor posible para fotografiarlos, lo cual era una misión complicada dada nuestra poca habilidad para mantenernos estáticos y completamente erguidos sobre una superficie que se bamboleaba permanentemene, así que nos conformamos con observar sus acrobacias durante las siguientes horas. 

Una experiencia imborrable fue el momento de sentarnos a comer. El comedor del buque consistía en dos secciones: un pequeño espacio de cocina dividido del resto por una barra en el cual tres marinos-cocineros preparaban afanosamente los alimentos sobre una plancha de aluminio para el resto de la tripulación; la segunda sección consistía en una serie de mesas y bancos firmemente soldados al piso metálico. En los costados se encontraban los típicos “ojos de buey”, ventanillas en forma de orificios circulares en los cuales observabas el cielo o el mar, dependiendo el justo momento en que se te ocurriera mirar. 

Nos formábamos para recibir nuestra ración de alimentos (por lo general huevos con frijoles cocidos en el desayuno y café negro, guiso ocasional con frijoles cocidos a mediodía y agua, pan y café negro por la noche) los cuales nos servían en una charola metálica con varios compartimientos que equilibrábamos lo mejor posible para evitar que a medida de que avanzábamos hacia nuestro asiento la comida llegara incompleta. 

Una vez sentados, el siguiente reto consistía en comer cuando la charola, respondiendo a los caprichos de las olas, cambiaba constantemente de lugar en la mesa. Sin duda, desarrollamos una peculiar habilidad para anticipar el próximo movimiento de la charola y, con cuchara o tenedor en mano, atacar los comestibles lo más rápidamente posible, antes de su próximo desliz. No podíamos permanecer en el comedor demasiado tiempo por tres razones: la primera, porque era pequeño y requeríamos dejar lugar a los demás; la segunda, porque el calor y la humedad eran demasiados y la tercera; porque era como estar comiendo arriba de un juego de subibaja…

Posterior a la comida regresamos a cubierta y observamos el atardecer desde la parte más alta de la nave. Acostumbrados a identificar tierra firme en algún punto del horizonte, esta jornada nos ofreció en cambio la inmensidad del mar, el ruido constante de las olas golpeando el casco del barco y el viento azotando nuestros rostros, ese poderoso viento del océano que siglos atrás debió guiar a innumerables embarcaciones a diversos destinos.

Cuando cayó la noche el cielo se cubrió con un manto de estrellas que siguió iluminando nuestro camino…”habrá que dormir un poco” me dije, “mañana llegaremos a la isla”…

MA/MA

Profesor e Investigador del Centro Universitario del Sur de la Universidad de Guadalajara. Productor audiovisual. Apasionado de los viajes, la fotografía, los animales, la buena lectura, el café y las charlas interesantes.
Columnista en Letra Fría.
Correo: jorge.martinez@cusur.udg.mx

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