Llegamos de noche, después de cinco horas de vuelo desde Panamá en unos asientos tan estrechos nos habían mutilado las ganas de conversar. Cansados, recogimos las maletas y comenzamos a andar por el enorme Aeropuerto de Ezeiza hasta donde el transporte ya nos esperaba. Abordamos el vehículo y comenzamos el trayecto hacia la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. ¿Y qué, difícil la situación ahora? -le preguntó a Leo, nuestro conductor.
Me mira por el espejo y responde, lacónico: “es cuestión de tiempo para que se componga” y haciendo una pausa agrega, secamente: “yo voté por Milei”. Mal comienzo. Elijo entonces otro camino: “y tú, ¿eres hincha del Boca? “No, mi equipo es el River”. Fin de la plática.
Avanzamos rápidamente por los carriles de una amplia autopista despejada en esos momentos, a diferencia de la mañana cuando recorrerla se torna desesperante. Conforme nos internamos en la ciudad percibimos los innumerables y constantes edificios de departamentos de cinco, ocho, diez pisos.
Impresionante la cantidad de construcciones alineadas una tras otra como monumentales gigantes de concreto. Los pequeños balcones muestran la diversidad de estilos de vida de sus inquilinos: un par de sillas, macetas, bicicletas, balones, aparatos de aire acondicionado, ropa a la espera de terminar de secarse.
Finalmente llegamos al barrio de Boedo el lugar donde nos hospedaríamos. Debido a la tardanza en salir del aeropuerto arribamos una hora después de lo programado, casi a media noche. No obstante, el retraso, Roberto, el dueño del departamento alquilado sonríe al darnos la bienvenida y minimiza la tardanza. Abrimos la puerta principal, entramos al ascensor y comenzamos a subir. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis pisos. Estamos en la mitad del edificio y más arriba de nosotros queda la misma cantidad de niveles.
El albergue es minimalista: un comedor, un sillón frente a una enorme pantalla, una habitación con cama matrimonial y un baño con tina cuya resbaladiza superficie invitaba a ser precavido al momento de la ducha, una cocina equipada con lo indispensable y ahí mismo una diminuta lavadora. Al final de la sala se encontraba un pequeño balcón con vista a la Avenida Independencia, arteria de cuatro carriles con un tráfico constante y ruidoso.
Roberto había dispuesto para nuestra bienvenida una canasta con frutas, galletas y sobres de té, lo cual agradecimos enormemente, hincándole el diente a un par de jugosas manzanas. Desempacamos lo indispensable y caímos rendidos, durmiendo hasta la mañana siguiente. Nos despertó el sol entrando por la ventana y el bullicio de los autos, seis pisos abajo.
El hambre comenzaba a hacerse presente por lo que era necesario buscar opciones. Caminamos unas cuadras y nos internamos en un café donde desayunamos ligero. Luego, a explorar los sitios cercanos para comprar alimentos. Localizamos una frutería, una verdulería y una carnicería en los cuáles nos abastecimos de lo necesario. Un pequeño supermercado nos permitió completar nuestra pequeña despensa con café, leche, yogurt y frutos secos.
Regresamos al departamento y entonces aprecié cómo mirar desde lo alto te otorga otra perspectiva que observar a ras del piso: la mujer de short y tenis que charla con su pequeño poodle junto a un árbol; la fila de sedientos clientes alineados a la entrada de una nevería de grandes cristales que hoy está en oferta; el adolescente de pantalón de mezclilla roto, camisa sin mangas y pelo largo que tararea alegremente la melodía que escucha en sus audífonos; el par de ancianos tomados de la mano que esperan el momento idóneo para cruzar la avenida; el habitante de calle que solicita infructuosamente una moneda a los transeúntes; la señora que vende ropa de segunda mano.
Salgo al balcón y de vez en vez percibo a la distancia a los inquilinos de las edificaciones que nos rodean como en un improvisado escenario. Enfrente nuestro, un muchacho en el segundo piso lava las ventanas exteriores de su vivienda mientras cuatro pisos más arriba ella arregla las jardineras con esmero. Enmedio, un canoso sexagenario se tumba sin camisa en una silla playera a tomar el sol mientras que en la planta baja un elegante auto sale del estacionamiento y se incorpora a la avenida. Divago acerca de sus posibles historias.
A media tarde y nos encaminamos hacia el café “Las Violetas” localizado en la esquina de las avenidas Rivadavia y Medrano. Es un majestuoso establecimiento del siglo diecinueve con hermosos vitrales, cantera y piso de mármol, uno de los más emblemáticos de la ciudad.
Frecuentado en su momento por Carlos Gardel fue utilizado también por las abuelas de Plaza de Mayo como sitio para reuniones clandestinas durante la dictadura militar. Nos reunimos ahí con Paula y Michel, colegas de la Universidad Autónoma de Buenos Aires para ver posibilidades de trabajo conjunto y charlar acerca del arte y de la vida. Inolvidable encuentro. El regreso nos permitió disfrutar de una pertinaz lluvia que cobijó nuestras añoranzas.
Día siguiente por la noche. La selección de fútbol de Argentina se enfrenta a su similar de Bolivia en el Estadio Monumental de River, un monstruo que albergaría a casi ochenta y cinco mil gargantas en un juego correspondiente a las eliminatorias sudamericanas para asistir al Mundial de Fútbol 2026. Buenos Aires se paraliza. Hay que vivir la experiencia, por lo que entramos a una típica y muy local parrilla argentina, donde los cortes y la cerveza son las estrellas de la casa.
Nos apostamos junto con Rocco, Nony, Guada y su bebé en camino frente a una pantalla situada en lo alto. Nos franquea una mesa de aficionados uniformados con la playera albiceleste varios de ellos con la palabra “Messi” y el número 10 en el dorso. Inicia el cotejo y a los 19 minutos del encuentro Lio, el eterno astro argentino anota el primer gol. El sitio estalla en jubilosos alaridos, aplausos y festejos, mientras en la TV los cabizbajos jugadores bolivianos presagian una tragedia.
Conforme atacamos la humeante carne delante nuestro y las cervezas alimentan el ambiente, comienza a gestarse la debacle boliviana. Cinco dianas más durante el resto del encuentro generan un marcador escandaloso, pero normal, a decir de nuestros comensales vecinos. Brindamos todos juntos por el triunfo y volvemos a casa.
Otro día, otro encuentro. En el teatro “El Extranjero” se presenta “Pampa Escarlata”, Ganadora de la convocatoria Óperas Primas 2019 de la Universidad de Buenos Aires y con varios premios y festivales a cuestas. Una de las críticas periodísticas menciona:
Pampa Escarlata concentra sus fuerzas para que todo estalle de una manera siniestra y genial. Lucía Adúriz es una bestia expresiva. Pablo Bronstein nos hace reír a carcajadas. Una verdadera genialidad. – Andrés Manrique, ANRED
Simplemente extraordinaria. Profunda, mordaz, hilarante por momentos, intensa. Pablo, uno de los protagonistas es un colega psicólogo de la Universidad de Buenos Aires y a través de él accedimos a la obra. Al final de la función felicitamos efusivamente al resto de los actores y compartimos con él una improvisada cena de empanadas y cervezas.
La charla viaja de aquí para allá: la cotidianidad en Buenos Aires, la cultura, la huelga universitaria, la política, el futuro. Conversamos un par de horas y nos despedimos con un afectuoso abrazo, para atesorar el recuerdo.