Si en todas partes estás,
en el agua y en la tierra,
en el aire que me encierra
y en el incendio voraz;
y si a todas partes vas
conmigo en el pensamiento,
en el soplo de mi aliento
y en mi sangre confundida,
¿no serás, Muerte, en mi vida agua, fuego, polvo y viento?
Xavier Villaurrutia (fragmento)
Por: Jesús D. Medina García | Simpatía por el débil
Autlán de Navarro, Jalisco. 30 de octubre de 2022. (Letra Fría) Desde la época prehispánica, las diversas culturas asentadas en la actual República Mexicana veneraban de diversas maneras a la muerte. Antes de la llegada de los españoles, la cosmogonía mesoamericana consideraba que las ánimas habitaban en tres lugares diferentes: El Mictlán (región de los muertos), el Tlalocan y el lugar donde vive el sol.
En el llamado Mictlán se congregaban las almas que perecían a consecuencia de alguna enfermedad. Tenían la creencia de que los difuntos de ese lugar tomaban las ofrendas y las presentaban al diablillo que ahí reinaba. Estos eran quemados en las inmediaciones de su casa.
El segundo lugar, era el Tlalocan; ahí nunca faltaba el maíz, la calabaza, el frijol en vaina para alimento de quienes en vida habían muerto ahogados, leprosos, sarnosos e hidrópicos. Eran enterrados con semillas en la cara, vestidos de azul y con una vara en la mano. No necesitaban ofrendas.
El tercer lugar, era El Lugar donde Vive el Sol, hasta donde llegaban las mujeres muertas de parto, los sacrificados y los guerreros, los cuales después de cuatro años, eran aves de rico y colorido plumaje.
Llorando anónimo
La noche portaba
su habitual frazada.
preferimos no transgredirla
solo dejamos
la quietud de nuestros ojos.
Sabíamos
de lo que se trataba…
Nos preparamos
para escuchar
y viajar.
Porque
amigo mío…
El blues
es la mejor música
-me dijiste-
para morir.
Las diversas religiones del mundo se han ocupado de la muerte. Le han dado al hombre la posibilidad de creer en que renacerá, resucitará o se integrará a la naturaleza, y solo algunas consideran a la muerte como un final del hombre y su materia.
A la llegada de los españoles la diversidad de grupos étnicos que conquistaron y colonizaron se manifestaba también en una amplia variedad de rituales mortuorios. Así, mientras que algunas culturas cremaban a sus difuntos importantes, otras los enterraban en el “hogar” o en el granero; los nativos norteños descarnaban a los valientes y los colgaban de un árbol de zapote – detenido el esqueleto por los ligamentos-, les cantaban y bailaban y algunos más se los comían, eso sí; en forma ritual y después de haberlos sacrificado.
Por estas diferencias, uno de los problemas más severos que enfrentaron los nativos americanos ante el fenómeno de la muerte por la dominación castellana y cristiana, fue el unificar el entierro según los cánones establecidos, en los pisos y atrios de las iglesias, en el corazón mismo de los poblados, como único tratamiento al muerto. Esta costumbre no siempre fue vista con buenos ojos: algunos grupos norteños (tobosos, acaxés, xiximes y tarahumaras) no querían entrar a la “casa de Dios porque era la casa de los muertos”.
Cada grupo tuvo sus propias celebraciones, las cuales coincidieron con los ciclos de cosecha de cada parte del territorio y con los calendarios lunares, solares o venusinos, que no siempre correspondieron a los mismos tiempos entre los distintos grupos.
Para comprender un poco algunas percepciones sobre la muerte, sintetizo algunos testimonios de personas contemporáneas que estuvieron a punto de morir y por alguna razón sobrevivieron: Una vez atravesada la barrera de la muerte biológica, se accede a un mundo en el que la consciencia y una forma de vida tienen continuidad. La luz al final del túnel, la película de tu vida, la actividad mental se intensificó y aceleró. La percepción de los acontecimientos y la previsión de lo que iba a suceder se veían con una claridad sorprendente. El tiempo se dilató enormemente y los individuos actuaron con suma rapidez y examinaron la realidad con exactitud. A esta fase le seguía un examen rápido de la vida. Lo que culminaba en una experiencia era una sensación de paz trascendental, en la que aparecían imágenes de una belleza sobrenatural y se podía oír música celestial.
Tenía un amigo que fumaba y tosía mucho, por los pasillos de la universidad a metros de distancia sabías que por ahí andaba por sus tosidos, le dio cáncer de pulmón. No tenía bienes, se mantenía de su salario, era viudo y vivía sólo. Ni feliz ni triste.
Localizaron a un hermano que vivía en Veracruz, fue quien firmó los documentos que testifican que una persona está muerta. Una compañera de trabajo se acercó al hermano del fallecido y le entregó un cofrecillo cerrado con un pequeño candado.
Su hermano me pidió en cierta ocasión que si fallecía le entregara este cofre al familiar más cercano que viniera al funeral.
Con cautela y agradeciendo el gesto de la mujer, tomó el cofre y se fue a abrirlo a donde nadie lo viera. En la parte posterior traía un papelito doblado con un mensaje:
– Va mi herencia –
Con ansiedad abrió el cofrecito que albergaba una pequeña hoja con el siguiente texto:
La certeza
Aguardando,
detrás del muro
yace seguro
esparcido y silente.
Sonriente…
nuestro sepulcro.
Al día siguiente, viajando en tren y tomando pericón a la altura del Cofre de Perote, ni feliz ni triste, el hermano del muerto se regresaba a Veracruz con una certeza indiscutible: en el futuro todos estaremos muertos.
CAC