El domingo voté por personas que no conozco y que proponen acciones que ignoro en la inédita elección del poder judicial. Lo hice atento a la polarización que el acto dejó: la oposición, que nada más no encuentra su discurso, promovió la abstención en una elección condenada de inicio a ser ignorada y a vender la idea de que, en este caso, votar representó una acción antidemocrática. Genios.
Acudí a mi casilla en un horario en el que, en una elección normal, estaría llena de gente. Hablar de ambiente solitario sería exagerar, pero llegué de la calle a la urna sin hacer fila. La atención fue diligente y me explicaron que había que escribir números y no tachar nombres.
Entre tantos puestos y tantas opciones, sentí que voté a ciegas. Personalmente, mi criterio fue respaldar a las personas candidatas que lograron consensos y que los postuló más de un poder, y luego traté de generar equilibrios: ni todo para el régimen, ni todo para la oposición.
De cara a la profundización de la polarización que, en muchos casos lleva a la pobreza del debate, personalmente prefiero aprovechar la oportunidad para recordar que la democracia va más allá de votar de vez en cuando. Si bien elegir entre opciones para ocupar cargos en los poderes Ejecutivo, Legislativo y ahora Judicial sí es un acto democrático de primera generación, no puede restringirse a esa actividad.
La democracia, con todos sus defectos, es el menos peor de los sistemas de organización que hemos inventado como sociedad para gestionar nuestras diferencias y puede mejorar o empeorar su calidad.
Las escuelas son un espacio propicio para fomentar la cultura democrática, y eso no significa que andemos promoviendo elecciones, partidos o candidatos, pero sí formar ciudadanos que valoren una democracia más profunda y participativa. La idea ni siquiera es nueva: en 1970, Carole Pateman reflexionó que el primer paso es construir el interés por lo colectivo.
El bajo nivel de discusión democrática que trae la clase política mexicana, materializada en esta elección confusa y desangelada, puede comenzar a escribirse distinto en las aulas mexicanas: al proponer experiencias de aprendizaje que impliquen generar el interés en las problemáticas colectivas, con habilidades como la deliberación, la responsabilidad cívica y la empatía por quienes menos derechos tienen.
Así podríamos avanzar hacia modelos más profundos, como presupuestos participativos, la voz empoderada de organizaciones civiles que ayuden a normar prácticas de interés colectivo como el urbanismo o la gestión de recursos ambientales, o grupos de profesores que se tomen en serio una consulta con la que la autoridad les pregunta cómo deberían de ser los procesos de ingreso y promoción al sistema público.
Votar o no votar el domingo pasado fue una decisión democrática. Cada quién lo hizo con sus convicciones y principios. Eso no debería desalentarnos; por el contrario, sí debería motivarnos para que, desde nuestros ejercicios profesionales y personales, fortalezcamos la democracia más allá del voto. Pateman (1970) ofreció una ruta plausible: generando interés en lo colectivo.
