La palabra fascinación puede interpretarse en dos sentidos. En el primero, como una atracción irresistible; en el segundo, significa un engaño o una alucinación.
Por los dos sentidos, la palabra fascinación es perfecta para describir lo que provocan, en buena parte de nosotros, personas que, a través de actos de violencia, institucional o criminal, presente o pasada, generan actos que vulneran la vida y la dignidad de los demás. Y aunque lo humano sería despreciar la actitud o, cuando menos, poner distancia, se conciben matices, se conceden pretextos y se expresan aplausos.
Pienso en dos ejemplos concretos en que actos violentos han generado fascinación. El primero de ellos es Donald Trump. Tanto en su entrevista con el presidente de Ucrania como en sus escaramuzas arancelarias, ha recurrido a la amenaza, a la intimidación, a expresiones desproporcionadas de fuerza y menosprecio para alcanzar sus objetivos: aplastar para ganar.
Ya en otros espacios se han analizado las implicaciones y las eventuales razones: de Estados Unidos y de Ucrania, de Trump y de Canadá, de Trump y de la presidenta de México. Lo que me pareció digno de hacer notar son los numerosos aplausos que esta actitud violenta y confrontadora, hostil y fanfarrona, ha recibido. Aplausos que atizan una hoguera que amenaza con quemar el mundo.
Otro ejemplo brutal es el descubrimiento del campo de exterminio en Teuchitlán. Un rancho en el que se encontraron hornos crematorios, además de ropa, zapatos y objetos personales que sugieren ser el espacio en el que se asesinó y desapareció a decenas y decenas de seres humanos.
Ciertamente, no he visto a nadie aplaudirles a los autores de estos crímenes por esta barbarie, pero sí por otros rostros de la misma actividad. Como familia, como escuela, hemos fallado en mostrar con nitidez que la fama y el dinero, que tanta fascinación generan, es una cara de la moneda, y que la otra es la muerte y los desaparecidos. Pero los corridos y los excesos, el estilo de vida extravagante, maquillan todo lo demás.
Se le atribuye al filósofo irlandés Burke la idea de que, para que el mal triunfe, lo único que hace falta es que las personas buenas no hagan nada. La realidad sugiere que eso de no hacer nada tiene sus matices.
El capital político con el que Trump respalda sus exabruptos da cuenta de que las personas no solo no son indiferentes, sino que lo apoyan con todo lo que eso significa. La facilidad con la que el crimen organizado repone sus cuadros que mueren o desaparecen significa que ese tipo de vida se ha convertido en una aspiración para no pocas personas.
Trump y sus descaros generan una poderosa atracción. El crimen organizado seduce. Expresiones de violencia que ponen en riesgo la vida y la dignidad de las personas, y que gozan no solo de la indiferencia, sino también de la admiración y el respaldo de muchas personas.
