Es media mañana y hace harta hambre, así que nos dirigimos al mercado en busca de opciones gastronómicas para saciar el apetito.
Antes de entrar, nos dan la bienvenida los puestos de jugos: de toronja, de naranja, verde, con piña, con apio, con manzana, desintoxicante, energético, dietético, vigorizante. La variedad parece infinita.
Tras de ellos, los tacos de asada, de barbacoa, de tripa y de chorizo nos guiñan el ojo con el afán de hacernos perder la compostura. Nos resistimos estoicamente y continuamos.
A un costado de una de las entradas del mercado se localiza la señora que oferta nopales, sopes de maíz, tortillas hechas a mano y frutas diversas. Unos pasos más allá un molde plástico de color azul cielo resguarda a los plátanos enmielados y los camotes cocidos, mientras que la sonriente propietaria charla animadamente con la responsable de los bolillos y el pan dulce.
Antes de subir, me dirijo a uno de los pasillos laterales; al pasar por la cremería el dependiente me ofrece queso fresco de rancho, yogurth, requesón, salchicha, jamón o tostadas, garantizando su frescura y calidad. Le sonrío y continúo hasta llegar a uno de los puestos ubicado en una esquina.
Logro conseguir huevos frescos de gallina de rancho mientras el anciano propietario me pregunta: ¿no quiere llevar también de pata o de codorniz? mientras me enlista pausadamente las múltiples propiedades de cada uno. Gracias, con esto es suficiente- le contesto amablemente.
La variedad de productos de barro como platos, cazuelas, tazas, botellones y los sopladores artesanales, los tortilleros, los braseros metálicos y los chiquihuites que vende su vecino me remontan lejos, al pueblo, al rancho…
Salgo de mi repentino ensimismamiento y comienzo a caminar de nuevo, giro a la izquierda y retorno al punto de partida por un camino diferente para reencontrarme con ella.
Mientras cruzamos en medio de los puestos de frutas y verduras apreciamos las diversas formas y colores de los jitomates, las calabazas, el orégano, las cebollas, las naranjas, el plátano macho, las guayabas, los melones, las jícamas o los chiles verdes.
Segundo piso del mercado
Continuamos hacia la zona de alimentos, ubicada en la segunda planta del establecimiento mientras escuchamos un ritmo constante de música de viento que cada vez se hace más fuerte.
Al ir subiendo por la escalera, nos topamos de frente con el grupo: tres entusiastas camaradas tocando intensamente con la tarola, el saxofón y el clarinete canciones rancheras y norteñas, excelentes para comenzar el día. Cooperamos al paso y seguimos subiendo.
La segunda planta nos da la bienvenida con una impresionante cantidad de personas. Al parecer nos dio hambre a todos al mismo tiempo.
La oferta gastronómica es variada y se muestra en grandes cazuelas de barro, en cacerolas astilladas por el uso, en enormes cucharas de manera, en platos grandes, pequeños, alargados, hondos decorados con florituras azules, en vasos de veladora reutilizados, en alargadas e incómodas bancas de madera, en sillas metálicas o plásticas de dudoso equilibrio.
Los platillos son diversos de acuerdo al gusto, al antojo o al bolsillo: huevos al gusto, carne con chile, costilla de res, chilaquiles, pipián, mole, sopa de arroz, quesadillas, menudo, birria. Optamos por los dos últimos.
La coca cola es la fiel acompañante de los diversos comensales y disputándose un lejano segundo lugar se encuentran las aguas de sabores (arroz, jamaica, limón, piña) y los jugos del piso inferior.
Paciencia para comer
Los establecimientos se encuentran a tope con gente de pie mirando desesperadamente a aquellos afortunados que habiendo encontrado un lugar, mastican pausadamente la ranilla, la pata, el libro o el pedacito del menudo o, a punto de finalizar la encomienda, solicitan al birriero una ración extra de consomé con cebolla para darle fin a la enorme tortilla que aún les queda pendiente.
La paciencia tiene sus frutos y logramos colarnos a una de las mesas del local del menudo, negociando que un servidor consumiera la birria de enfrente sin penalización alguna.
Ella realiza rápidamente su pedido y casi de inmediato le es traído un enorme plato junto con los complementos correspondientes: orégano seco, chile verde, yerbabuena y limón y un tortillero repleto de grandes óvalos de maíz. Mientras tanto, yo miro angustiado la enorme fila a la espera un lugar en la sobredemandada birria de chivo.
Me dirijo directamente a uno de los muchachos que atiende y le señalo, triunfante, que ya cuento con una silla. Me mira sin mucho entusiasmo y pregunta, ¿de qué la va a querer?, le respondo, lo anota en una microscópica libreta y sin más, da media vuelta.
Pasan diez minutos y el ansiado manjar no aparece. Ella me comenta: “no te desesperes, es que hay mucha gente” mientras le da un nuevo mordisco a su tortilla y yo comienzo a salivar. Imposible esperar más, hay que actuar.
Estoy a punto de levantarme cuando llega el humeante plato con su consabida ración de gordas. Mi cuerpo vuelve a sentirse en paz y confortado. Comienzo el ataque calibrando la temperatura del consomé con un primer sorbo. Es la adecuada.
El amplio abanico de colores, sonidos, olores, rostros, vestimentas y charlas hacen que ese momento se vuelva inolvidable. Sonrío, tomo una foto mental, esparzo una generosa cantidad de salsa picante en mi plato, enrollo mi tortilla e inicio la degustación. Provecho.