En su columna de hoy, Lulú Cano reitera la importancia de las protestas en contra de la violencia de género y denuncia la falta de empatía ante una de las crisis más preocupantes de los últimos años.
Por: Lourdes Cano Vázquez
Autlán de Navarro, Jalisco. 4 de diciembre de 2019. (Letra Fría) La manifestación se convirtió en un solo canto en todo el mundo, se está transformando en una sola voz por todas las que ya no están, por las que no se atreven a hablar, a denunciar o las que aún no reúnen el valor de cortar la violencia que han vivido. Pero tampoco eso les ha gustado; ahora no se enojan, pero se burlan.
Los que se molestan por las pintas en la calle y lo condenaban, son los mismos que ahora intentan ridiculizar el movimiento. Tratan de minimizar, no empatizar; desvían la vista ante una problemática tan grande como sus números: 2 mil 833 feminicidios de enero a septiembre de 2019, de los que sólo un 25 por ciento es catalogado con perspectiva de género.
¿De qué se ríen? Los que dicen que hay formas, los que se indignan por la pintura y la diamantina. Si estamos hablando de niñas y mujeres violadas y asesinadas, ¿por qué se enojan? Si al día siguiente los monumentos amanecen limpios, sus manifestaciones hacen lo que el viento a Juárez, diría Marcelo Ebrard, celebrando la rapidez para limpiar pintura, sin mirar la ineptitud para limpiar la sangre en este país.
El canto también va para los que creen que el único camino son las instituciones y no la manifestación en las calles; porque no saben lo que es ir a denunciar una violación y toparse con la humillación y la prepotencia de las autoridades, que no le creen a la víctima o que la culpan por su ropa, por salir a una fiesta, por ‘provocar’ al agresor, para finalmente ver cómo éste logra salir bien librado, cobijado por la impunidad que impera en nuestro sistema judicial.
Por eso es que hay casos como el de calcetitas rojas, que murió a causa de los golpes de su madre y su padrastro, que también la violaba; una niña de 4 años que terminó tirada en un lote baldío. No fue su culpa, estaba en su casa con la familia que se supone debía protegerla. Enójense por eso.
Enójense por Abril Pérez, que estando en su casa, durmiendo, fue atacada brutalmente por quien fuera su esposo, acudió a la justicia y lo denunció, para encontrarse con la corrupción de jueces y magistrados que le cerraron las puertas a ella para abrírselas al agresor. Abril, que pidió el auxilio de la justicia y expresó el temor por su vida, fue asesinada justo un par de semanas después de que su exesposo saliera de prisión. Lo justo y lo mínimo sería pensar: qué sentiría yo si Abril fuera mi mamá o si estuviera en su lugar.
Cuestionen si la muerte de un hombre se da en las mismas circunstancias que la de una mujer, si los hombres deben de cuidar cómo se visten o por dónde caminan y si al ir por la calle tienen que mirar de cuando en cuando por encima de su hombro para ver si los están siguiendo. Empatía, entendimiento y tolerancia son la vía para asimilar que el movimiento no está más que iniciando.
LL/LL
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