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Los toros y la charrería en San Gabriel, Jalisco

Fiestas taurinas casi a mediados del siglo XX. “Alameda de El Santuario”. San Gabriel, Jalisco. Foto cortesía.

José de Jesús Guzmán Mora, cronista de San Gabriel, Jalisco, nos cuenta acerca de la antigua fiesta de los toros y la charrería en San Gabriel, Jalisco.

Proemio

A lo largo de la historia del pueblo de San Gabriel, Jalisco, han ocurrido interesantes episodios, que han tenido que ver con cultura, religiosidad, economía, el proceso de la creación de sus haciendas, tradiciones y la veneración al Señor de la Misericordia de Amula. Al sentirse protegidos por este Santo Cristo, la comunidad religiosa ha sentido la necesidad de ser agradecida; prueba de ello es el Juramento de las Fiestas Patronales celebrado en febrero de 1865.

Fueron extraordinarias las celebraciones del siglo XIX; peregrinaciones, creación de asociaciones religiosas, de grupos corales, pequeñas orquestas, mariachis. En el siglo XX, se crearon coros parroquiales, danzas, banda de música; y se sumaron las fiestas taurinas.

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MEJORAVIT

En aquellas fiestas de toros, no podían faltar los astados de casta procedentes de los corrales de El Petacal de doña María Rojas, y las ganaderías de las diversas haciendas. Los jinetes le daban un colorido especial a la fiesta brava, convertida en jaripeo.

Era un espectáculo ver los hermosos caballos, sus sillas de montar, los charros con sus elegantes atuendos, las hermosas damas vestidas con gran elegancia, las carretas y animales adornados con papeles multicolores durante el recibimiento. Entretenimiento aparte lo formaban los payasos que hacían reír con sus rutinas a chicos y grandes. Los toreros con sus trajes de luces recibían la admiración de la muchedumbre. Y sin embargo, las cosas han cambiado; hoy todo es diferente, sobra la música y hace falta el arte taurino.

Historia

Entre los animales traídos por los españoles durante la conquista de México están los caballos, el ganado vacuno y muchos más.

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APYSA

Durante la época de la distribución de tierras a los conquistadores, la Corona Española a través del Señor Arzobispo, Virrey interino, Capitán General, y Gobernador don Pedro Moya de Contreras, concedió el 8 de julio de 1585, una Merced de Tierras al señor Antón Chavarín, terrateniente de Autlán y vecino de México. Esa Merced de Tierra estaba condicionada a que en término de un año se poblaran las tierras y fue así como se estableció la primitiva Hacienda San Gabriel.  

En dicha Merced pidió que: “… se poblara el sitio con 2,000 cabezas de ganado mayor, que no las vendiera en el término de cuatro años y que se labrara y cultivara las tierras, o la mayor parte de ellas”

Asimismo, le fue concedido un Sitio de Estancia para ganado menor con dos Caballerías de Tierra (localizadas en lo que antiguamente se llamaba Cuixtla),   “… junto al pueblo nuevo de San Gabriel”.

De lo anterior se puede deducir que para manejar el ganado, era necesaria la presencia de caballos montados por incipientes jinetes.

Por el informe de don José Menéndez Valdés, en 1793, autor de la “Descripción y Censo General de la Intendencia de Guadalajara, 1789-1793”se sabe que existían en la región las siguientes haciendas: San Antonio, San José, Nuestra Señora de Guadalupe del Salto del Agua, San Pedro, Tequesquitlán, San Buenaventura, Amacuautitlán, Tenango, Las Higueras, Tecomatlán, -pertenecía a Tonaya- Coatlán y Santa Gertrudis. 

Como ranchos: Nostis, Rosa Colorada, El Naranjo, Alista, Platanar, Chachaguatlán, Piedra Pintada, Zenzontla, Las Ánimas, Minas del Terrero, El Rosario, San Antonio, Santa Rosa, Santa Gertrudis, Atacuaca, Los Pecosos, Apango, Coyamil, El Lavadero, Nacaste, Palmar, Potrero, La Labor y Santa Catarina.

Don Victoriano Roa, en su Estadística del Estado de Jalisco de 1825 cita las haciendas: En San Gabriel:Haciendas La Guadalupe, San José, El Jardín, San Antonio. Ranchos: Los Gallos, El Jazmín, Totolimispan, Rodamontes, Tesonteles, Los Mezquites, Rosa Colorada, y  Las Tortugas. 

Su plaza de toros

 A mediados del siglo XIX, San Gabriel ya poseía una “plaza de toros” ubicada muy cerca de la plaza principal, en la parte que ocupa hoy la calle Manuel C. Michel.

Entre los personajes destacados figuran como charros y dueños de haciendas don Francisco Ruiz Galindo, don José Matías de Villalvazo, don Pedro Michel, don Juan Antonio Villalvazo, don Gregorio Fernández Corona, don Guadalupe Villa Guzmán, don José María Manzano, don Jacinto Cortina de la Fuente, don Santiago Velasco Castellanos, el General Jacinto Cortina Rivera, don Luis Cortina, don Gerardo Zepeda Villa, don Severiano Soto y don Apolonio Pinzón.

Testimonio de José Francisco de Guadalupe Mojica O.F.M.

En su libro Yo Pecador” el tenor gabrielense y sacerdote franciscano fray José Francisco de Guadalupe Mojica O.F.M. escribió toda su vida. En el Capítulo segundo titulado “Las fiestas de mi pueblo” describe magistralmente cómo se desarrollaban en San Gabriel las fiestas de toros a principios del siglo XX. En varios párrafos escribió lo siguiente:

“Mi mamá me compra una tela azul con anclas y gaviotas y otra de raso rojo y galones oro para la túnica y el manto que usaré en el cuadro bíblico “José vendido por sus hermanos”. Mi abuela elige sombreros de pelo negro con bordados de oro y plata, ponchos rojos de grandes flecos, pañuelos para “el recibimiento  a los toros de Tolimán”, mascadas, tápalos gruesos y transparentes, sombrillas con mangos de carey. Lo paga todo, y mi madre solo firma un papel.

Vienen después durante seis días las corridas de toros. A la orilla del pueblo, por la garita de Jiquilpan, se levanta la plaza de vigas, tablones y postes. 

Cada familia construye su tablado, lo cubre y alfombra con esteras. Los mozos llevan las sillas. Desde bien temprano hay un ir y venir de criados y niños de las casas a la plaza para hacer el adorno con cañas de azúcar de La Sauceda, y tiras de papel de colores. Los penachos de las cañas semejan enormes abanicos verdes.

Mi madre, mi abuela y mi tío Francisco, se van antes que todos para presidir en el tablado el “toro de once”, regalo de mi abuela, y muestra de los que habrán de lidiarse en la corrida vespertina. Francisco viste de charro en color negro con botonadura de plata y corbata roja. Mi madre y mi abuela estrenan vestidos claros, de percal, rebozos de color y sombrillas de seda. A la casa ha llegado un señor que debe ser indio, pues es de color oscuro y bigote ralo. Carlota y Lupe lo llaman Toribio y es el organizador del “recibimiento”. 

Nos reparte cañas adornadas, confites y dulces de fruta cubierta, que  ponemos en grandes paliacates anudándolos de las puntas. Hombres y muchachos montan a caballo con sus ponchos atravesados y sujetos al anca de las bestias. Salimos en fila hacia la plaza precedidos por la música de Tuxpan. La alegría es desbordante. Hay en la plaza muchos puestos de fruta, de nieve, de aguas frescas de limón y jamaica. 

Los vendedores gritan sus mercancías y se oye, como una queja secular, la Chirimía y el tun-tun del tambor de Apango. En las trancas de los toriles se ven los jinetes de Tolimán y de los ranchos; las muchachas con trajes de colores y rebozos terciados sobre el pecho forman vistosos grupos con los hombres de a pie, casi todos de anchísimo calzón blanco, sombrero alón, sarape rojo y cuchillo en la faja. 

Todos pugnan por entrar en la plaza antes que nadie. Hay un grupo de elegantes charros, bien puestos en lucidas cabalgaduras, con sillas repujadas, chapeteadas y bordadas de plata. Sus atavíos son de lo mejor, sobre todo el sombrero con bordados de oro y plata. Estos jinetes custodian tres carretas tiradas por bueyes que en el yugo y en las astas llevan trenzadas guirnaldas de flores, frutas y papel de china. Una de las carretas lleva los premios para los más valientes de la fiesta brava: moños de seda en colores vivos con flecos de oro. 

Otra carreta conduce las banderillas para los toros. Ninguna banderilla es igual, aunque todas están forradas de papel multicolor y festonado de oropel. Suspendidas en una cuerda que circunda los postes de la carreta, forman un fleco fantástico que  ondula al menor movimiento. En la última  de las carretas, decorada con ramas de fresno y sabino y un arco de carrizo con flores de papel, va un gran barril de mezcal, del que se puede beber quien lo desee,  pues se reparte gratis en la plaza. En un tablado especial está la música que toca la marcha de Los Paspaques, y hay gritos, risas, travesuras y alegría desbordante. 

Bajan las trancas del corral y aparecen los jinetes ricamente vestidos, y ahí están mis tíos Porfirio y Amado. Para abrir plaza se alinean en dos filas y entramos niños, niñas y mujeres, cantando y marcando con nuestras cañas adornadas el compás sobre la arena del ruedo. 

Carlota y Lupe me llevan de la mano y todos cantamos:

Esta plaza está medida con cien varas de listón,

en cada esquina una rosa y en medio mi corazón.

¡Qué bonita es la fiesta en San Gabriel!

Y al tiempo que cantamos arrojamos a los tablados confites y dulces que el público recibe en sus sombreros de palma. Tras del coro vienen las carretas de los premios, las banderillas y el licor, que es repartido en vasos. Al pasar frente al tablado de la familia, mi madre nos saluda sonriente. Después de tres vueltas se agota nuestra provisión de dulces, y cuando el ruedo está lleno de gente, sueltan en el toril al “toro de once” que entra bufando y saltando. Todos han logrado salir con las carretas, excepto Carlota y yo, que nos quedamos entre la gente de calzón blanco. 

Amado y Porfirio nos gritan que salgamos por las trancas, lo cual hacemos tirándome Carlota de un brazo. Exánimes llegamos al tablado, donde mi madre, frenética y alterada por el susto, nos recibe con fuertes pellizcos que nos hacen llorar. Pero el espectáculo nos hace olvidar susto y castigo. El ruedo es una locura. Hay tumultos de hombres con ponchos y sarapes desplegados, de jinetes en nubes de polvo, azuzando y huyendo del toro, que hace trizas con los cuernos cuanto encuentra en su camino. Ya trae entre las astas jirones de sarapes y patea a la gente. 

Porfirio y Amado tratan de lazarlo, pero se les huye. Un hombre de a pie, tambaleándose por el mezcal que bebió, se acerca agitando su poncho rojo.  Es embestido y cae. El toro lo prende de la faja y lo avienta lejos. El borrachín ha perdido poncho y sombrero; pero todavía se levanta y se le caen los calzones. Acuden a taparlo y se lo llevan entre los gritos de la multitud. 

Las emociones de la fiesta

¿Estará cornado? A nadie le importa, pues la atención se concentra en un caballo herido por el toro. Los charros siguen haciendo lazos al aire hasta que prenden al animal de los cuernos. El jinete amarra y espolea su caballo hasta templar la soga mientras otro laza las patas traseras del astado, que cae en la arena. Le ponen un ceñido pretal y Amado lo monta agarrándose de la soga y mordiendo el barboquejo de su sombrero.  

  • ¡Suéltenmelo!  -grita-, y se aflojan las reatas. 

El toro se levanta bramando y dando saltos. Amado parece cosido al animal, porque se zarandea con él, llevando el giro de sus brincos y vueltas.  El público delirante aplaude y grita. Los tablados se cimbran y yo siento miedo. Mi madre se tapa el rostro invocando a la Virgen. Mi abuela enrojece, frunce el ceño, aprieta los labios en línea recta y calla. 

Momentos después Amado sale como de una catapulta y cae en el suelo. Se levanta riendo y recibe una ovación. Mi madre suspira y no sé qué partido tomar, si el de ella o el de mi abuela. Nadie se ha percatado de que Francisco saltó al ruedo. Ahí está frente al toro, citándolo con su sombrero charro. 

Mi madre le grita que no lo haga, pero mi abuela tirándole del vestido le sienta. 

“¡Cállate!” –le ordena con expresión de máscara furiosa, y mi madre solloza cubriéndose el rostro. Me acerco para confortarla, pero tiemblo de incertidumbre. Ignoramos lo que ocurre en el ruedo. Solo oímos gritos. Momentos después Francisco está junto a nosotros, pálido, con los ojos brillantes. Mi madre se siente mal y abandonamos la plaza antes de que termine el “toro de once”. Al descender la rampa de andamiaje, la banda toca Sangre Torera. 

Una sensación de tragedia se mezcla con mi forzada alegría. Nunca he olvidado Sangre Torera.

Las corridas de toros

Para asistir a la corrida de toros vespertina nos bañamos y vestimos. Carlota y Lupe ayudan a mi mamá a vestirse el traje nuevo, de muchos pliegues, moños y botones. Observo que nadie habla. Hay mucha aridez y falta de alegría. Salimos y mi madre cierra la puerta del zaguán con una enorme llave que se guarda en la falda. Como la tarde es caliente, abre su sombrilla de holanes. En la plaza hay animación. Subimos a nuestro palco cuando la banda toca alegre marcha. En los tablados vecinos se pasan de mano en mano botellas de tequila. 

Unas mujeres con cinco o seis “catrines” ríen estrepitosamente. Mi abuela se disgusta y comenta: 

  • “Son las de la paseada que llegaron ayer… no me extraña de ellas, sino de los sinvergüenzas que las traen”. 

Me fijo en el grupo tan distinto de los que ocupan tablados de sombra. Las de la paseada debieran estar en el lado del Sol, donde hay gritería y rechifla. La corrida se inicia con el desfile de la cuadrilla, precedida por apuestos charros que caracolean sus cabalgaduras. Suenan cornetas y tambores. Los trajes de los toreros son de colores vivos y caminan al compás de la música, moviendo el brazo libre al ritmo de una marcha que me encanta; andando los años, vine a saber que era de la Ópera Carmen.

¡Esto sí me gusta! ¡Qué intensidad de colores, de sol, de alegría! Los toreros despliegan sus capas de seda que luego arrojan a los tablados. En el nuestro cae una de color rosa fuerte que tira un torero de bigotes y patillas, vestido verde y montera ladeada.

Yo espero que el dueño de la capa rosa sea el más valiente y el primero que cite al toro; pero al salir éste saltando y bufando, desesperado por quitarse el moño que le prendieron en el morrillo, los toreros se ocultan en los burladeros. Por fin, un peón de la cuadrilla, “chaparrito”, vestido de amarillo, capotea y hace girar al toro.

El público aplaude y grita. Yo también imitando a los demás. Después todos hacen lo que el peón de amarillo, y el toro embiste a diestra y siniestra. Aquello me disgusta. Deberían torear uno por uno, pero para mí que esto anda mal. 

Aquel amontonamiento de lidiadores, aquel acercarse y huir del toro tiene poco o nada de agradable. Ha cesado la música y el espectáculo es triste. Uno que otro grito, algún silbido del lado de Sol rompe el silencio. Pero algo se prepara. ¿Qué es? Un caballo flaco, vendado y sobre él un hombre armado de garrocha. A fuerza de piquetes de espuela el animal ciego avanza. El toro lo ve y embiste desde lejos, pero el hombre con su garrocha defiende al caballo, que solo recibe un puntazo en el codillo. El toro se aleja y el caballo retrocede cojeando. Alguien lo detiene, y otra vez a espuela vil lo obligan a acercarse. 

Tiembla de susto el pobre animal, y sin saber qué hacer, para las orejas en punta esperando el encuentro. Otra vez embiste el toro y la garrocha se le hinca en el morrillo. Me simpatiza el hombre que defiende a su caballo, y mi lógica pueril me dice que es indebido que exponga a ese penco flaco, viejo y ciego, mientras los toreros se esconden.

El que nos tiró el capote es el más indiferente. No ha hecho nada y me siento defraudado. Nuevamente arranca el toro, encuentra al caballo y con todo y jinete lo levanta. Para nada ha servido la garrocha. Jinete, caballo y toro son una masa de músculos convulsos. 

Los toreros salen y tratan de apartar al toro, que se ha ensañado con el caballo. Cuando al fin lo consiguen, el penco huye arrastrando las tripas, pisándoselas, hasta caer convulsionado en tierra. Mi madre horrorizada se cubre el rostro y me dice:

  • ¡No veas hijo!
  • ¡Que vea, que vea para que se haga hombre! -grita Francisco.
  • Sí, -repiten mi abuela y mis tíos- déjalo que vea; si no, nunca se hace hombre.

Yo sé que mi madre quisiera irse. Está humillada, descontenta.

  • ¿Nos vamos mamá? -le pregunto. 

Francisco me lanza una mirada de odio y autoritariamente me dice: “¡No se van!” Nadie habla. Mi madre trata de disimular; pero sus ojos se llenan de lágrimas. El odio ha prendido en mí su rosa de fuego y me quema el corazón. 

¡Qué ganas tengo de echarme sobre aquel hombre y hacerle daño! Nada me interesa ya, si no es mi pobre madre humillada.

Me aprieto contra su hombro, metiendo la cara en los pliegues de su tápalo. ¡Algo se marchitó en mi corazón, algo huyó de mí! 

Recuerdo aquel momento en que conocí el odio y su serpiente entró y se enrolló en mi pecho para esperar la ocasión artera de morder al odiado. Entonces supe lo que era el rencor.  Ya no me importaba el espectáculo.

Mi madre fingía divertirse con las crueldades absurdas de la corrida y yo hacía esfuerzos por ver lo que no quería mirar. 

Supe conquistar la dureza de sentimientos necesario para ser “un hombre”, para no demostrar horror, fingir una indiferencia que estaba lejos de sentir, soportar lo que se me imponía y permanecer firme de donde por instinto debiera huir.

Así pasé por la primera prueba de mi escuela patética para continuar la serie de lecciones que me ofreció la vida hasta convertirme en un hombre consumado, sin corazón. Dos o tres veces más asistió mi madre a los toros. Pretextaba jaquecas, pero la verdad era que se ocultaba de la gente. Acabadas las fiestas se marchó mi abuela, y la rutina volvió a la casa”.

El júbilo

Las Manolas y los Chambelanes, fiestas tarinas en 1943. Foto cortesía.

EL JÚBILO se desbordaba en la última semana de cada mes de enero, tiempo en el que se celebraban, como en la actualidad se hace, las tradicionales fiestas de enero o la función. Esta hermosa fiesta era la ocasión propicia para echar “la casa por la ventana” en todos los niveles sociales. 

Las familias adineradas de principios del S. XX como los Soto, los Villa, los Michel, los Fregoso, los Zepeda, los Curiel, los Ochoa, los Arámbula, los Figueroa, los Trujillo, los Guzmán, los Morett, los Pinzón, los Montenegro, los Vizcayno, los Montes de Oca, los Rodríguez, los Dávalos, los Corona, los Rosales y muchas familias más, estrenaban lujos importados de Guadalajara o México, aprovechando la ocasión para rivalizar entre sí, en todo aquello del buen gusto, el lucimiento y hasta del costo de las prendas que vestían.

Las peregrinaciones de cada barrio resultaban poco más que una competencia, sobre todo en lo que a lujo y presentación se refiere, pues todo mundo deseaba agradar, como fuese posible al Santo Cristo, el Señor de Amula.

Allí estaban presentes la chirimía, con su notable tamborcillo y su flauta de carrizo; la danza de sonajeros encabezado por el clásico “viejo de la danza”, que hacía las delicias de la chiquillada; las andas o carros alegóricos, cuyos personajes o protagonistas de algún pasaje bíblico, eran transportados en carretas bien adornadas.

No podían faltar los cohetes y la banda de música de Tuxpan; allí estaba presentes las damas beatas de la Asociación de hijas de María, fundada desde 1882, encabezadas por su mesa directiva y guiadas por su Director el Padre Andrés Arias.

Todos acudían a misa, culminando así la peregrinación.

Tradiciones

“Una vez terminado el Sermón -escribe José Mojica en su autobiografía- la gente se congregaba en la plaza Primer Centenario bajo los arcos de los Portales Zaragoza y Corona, para disfrutar de la quema de un vistoso castillo. Apenas cabe en el kiosco del jardín la Banda de Música venida desde Tuxpan; está en su apogeo la serenata, grandes candiles de petróleo o pequeñas bujías, a manera de focos, iluminan la noche, y la plaza se encuentra colmada de parroquianos. Cada clase social ocupa su lugar. Las familias “ricas” pasean en la glorieta central que circunda al kiosco, allí no se ven sombreros de ala ancha, sino bombines y fieltros. Los caballeros con bastón y trajes oscuros; las mujeres con sombrero, deformadas por el corsé que les hace lucir una “cinturita de avispa”. 

Era tan elegante la moda que San Gabriel fue considerado, en su tiempo, como “París chiquito”. Fuera de la glorieta, está “la clase media”, que no se atreve a transgredir el primer anillo; más afuera, y en derredor en calles y banquetas, se encuentran los pobres, los rancheros, los jornaleros, éstos andan con la mayor naturalidad, sin fórmulas ni etiquetas; las mujeres con rebozo de seda o de hilo, los hombres con calzón ancho, de manta, y ceñidor rojo atado a su cintura, completan su vestimenta con un sombrero de palma; todos en su respectivo círculo caminan, hombres y mujeres, en sentido contrario, mientras la banda de música deja oír sus lastimeras notas. 

Todavía falta tiempo para que enciendan el castillo, hay tiempo de cenar sopitos, enchiladas, y todo tipo de antojitos mexicanos en los puestos colocados frente al portal. Los mecheros iluminan los manteles blancos, las charolas colmadas de enchiladas dulces y los braseros que se calientan; puestos en un comal, los sopes de picadillo, de chorizo y longaniza, sobre los que hábiles manos ponen queso, cebolla y lechuga picadas, rábano; o bien, se fríe el pollo cocido que, al contacto con la manteca caliente, produce un ruido y un vapor que despierta el apetito.

El puesto más iluminado, más limpio y concurrido, es el que atienden tres jotos venidos de Guadalajara, (y de cuya notoria presencia ningún pueblo se escapa) quienes llaman la atención por su indumentaria y modales, su lenguaje y su amabilidad excesiva, la prontitud con que sirven y cocinan. Son todo un espectáculo. La gente los mira y se burla de ellos porque visten camisa de tela traslúcida y bordada, su peinado también es muy singular. La banda de música no cesa de tocar y los cohetes de trueno y de luces surcan el cielo para perderse tras las torres del templo o entre la multitud de gente que grita y se arremolina; prenden el castillo, que despide relámpagos, humo, chispas y luces de diferentes colores. 

Todas las miradas están atentas al castillo del que se desprenden cascadas de luz, huele a pólvora y el humo invade la plaza, tras de aquella fiesta de luces, los mecheros son tristes bracitas que apenas se distinguen en medio de la oscuridad que invade hasta el último rincón del pueblo. La plaza se va quedando sola; mañana… mañana será otro día. La función de enero termina con grandes ceremonias religiosas, allí está el coro, en el púlpito el Padre J. Guadalupe Palos que con su bella voz dice un extraordinario fervorín que hace llorar a los fieles, de quien se dice que “es muy bueno” ya con sus palabras conmueve a la gente”.

Profesor, músico y cronista municipal, originario de San Gabriel, Jalisco.

El 1° de septiembre de 1994, recibió el nombramiento de “Cronista de la ciudad”, de manos de la autoridad municipal.

Es miembro Cofundador de la Asociación de Cronistas Municipales del Estado de Jalisco, A. C., desde el 19 de octubre de 1996.

Primer cronista vitalicio de San Gabriel, desde el 28 de julio de 2010.

En noviembre de 2011 se integró a la Asociación de Cronistas Municipales del Occidente de México, formada por Jalisco, Colima, Michoacán y Nayarit.

Con treinta y cinco años de servicio en el magisterio estatal en primaria y secundaria, es maestro jubilado desde el 1° de junio de 2011.

Ingresó como consocio a la Benemérita Sociedad de Geografía y Estadística del Estado de Jalisco, Capítulo Sur, el 15 de octubre de 2016 con el tema: “La hacienda de Nuestra Señora de Guadalupe del Salto del Agua”.

De 2009 a 2021 fue el responsable del Archivo Histórico Municipal de San Gabriel, Jalisco.

Ha publicado una treintena de libros con temas históricos, genealógicos y monográficos. Ha participado en la prensa jalisciense, en revistas locales y en programas de radio y televisión estatal, nacional y del extranjero.

Correo: cronistademipueblo1994@hotmail.com

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