Desde que soy niño, hay personas que desaparecen de mi vida porque se van a vivir a Estados Unidos. Me pasó con mis tíos y con compañeros que dejaron de asistir a la escuela con la misma explicación: “se fue pal norte”.
La situación es más relevante en los ambientes rurales, pues las ausencias se notan incluso de forma colectiva. Luego, los regresos suelen no ser discretos entre reuniones y fiestas, y aunque hay afectos que persisten, la vida ya no es igual.
Irse para el norte tiene un interés económico, por supuesto. Nuestro vecino es una potencia mundial que se traduce en una calidad de vida a la que se accede con mucho esfuerzo: climas extremos, horarios extremos, traslados extremos. Pero la relación con Estados Unidos supera lo económico, es también cultural.
Grandes pedazos de identidad mexicana y centroamericana se materializan en las avenidas de ciudades como Los Ángeles, Las Vegas, Phoenix, y algunas más (pero son las que yo he podido constatar), y grandes trozos de identidad gringa se materializan cuando nos alegramos por el triunfo de los Dodgers o los Lakers, o vestimos lo que vestimos o comemos algunas de las cosas que comemos.
En los últimos años se han tejido más puentes de intercambio cultural. Hay temporadas, por ejemplo, en que a mis primos a quienes en mi infancia me encontraba una vez al año, ahora los siento más cercanos; veo sus fotos en redes y tenemos más cosas de qué platicar. Los vuelos son más accesibles y más personas van y vienen, no solo una vez al año o menos tiempo. Así se comparte música, referencias, palabras, visiones del mundo.
Esta semana, Donald Trump asumió la presidencia de Estados Unidos. Ríos de tinta han corrido para analizar las razones, para anticipar los alcances mundiales de sus posturas radicales que posicionan a México como uno de los principales blancos de sus acciones hostiles y restrictivas. Lo curioso es que ese discurso ha encontrado simpatizantes, incluso de este lado de la frontera.
Las hostilidades y la desconfianza han existido desde siempre, pero también los actos de bondad, que como nunca en la historia amenazan con ser escasos.
A pesar de ser el principal socio comercial y compartir la frontera terrestre con la mayor cantidad de intercambio en el mundo, el norte es ya menos un sinónimo de espacios de oportunidad y más una amenaza insospechada.
Lo es porque los discursos radicales han encontrado un espacio en el mundo de las promesas incumplidas, porque en la incertidumbre que genera la fluidez de las relaciones sociales y personales, hay quien encuentra en la estructura sólida y el rigor la alternativa de desarrollo y tranquilidad. Aunque estas medidas vulneren principios fundamentales, como la soberanía, la cooperación o esa relación que existe desde siglos entre los mexicanos y grandes territorios y personas que han construido la vida y la sociedad en Estados Unidos.
Irse pal norte vivirá en los próximos años una resignificación, no tanto de la promesa de una vida mejor a la que se llega con mucho esfuerzo, no tanto por encontrarse con amigos, familiares y aliados, sino más por encontrarse con un ambiente hostil, desconfiado, de puertas cerradas, que, si de algo podemos estar seguros, nunca permanecen de esa forma.
