Durante las horas aciagas de la semana anterior, un pensamiento me tomó por asalto en forma de recuerdo. En las manos sentí el peso de un libro colorido y de pocas páginas, en el que se combinó la adaptación del cuento de los hermanos Grimm con las ilustraciones que lo acompañaron: un hombre vestido de manera estrafalaria, tocando una flauta en medio de un pueblo medieval europeo, al tiempo que guía a las ratas hacia el río.
En esos momentos, había prioridades por atender, y no le hice mucho caso al recuerdo, que, sin embargo, fue persistente.
Por la tarde, ya con más calma, dejé que el recuerdo me invadiera: un pueblo alemán llamado Hamelín sufrió una terrible invasión de ratas. Lo que en el siglo XIV significaba muerte, por la relación que tuvieron los roedores con la proliferación de la peste.
Ningún remedio fue eficiente hasta que llegó un hombre que dijo poder resolver el problema: todas las versiones del cuento lo describen como estrafalario, vestido como payaso o como bufón, muy colorido, atractivo y seductor para la mayoría.
Hamelín y el extraño acordaron un precio a pagar para que se llevara a las ratas. Así que tocó su flauta, y las ratas, seducidas por la música, lo acompañaron hasta el río, donde se ahogaron alegres. El flautista reclamó su pago, y los ciudadanos de Hamelín no pudieron pagar. Entonces, él volvió a tomar la flauta, y fueron los niños quienes lo siguieron, no hasta el río, sino hasta hacerlos desaparecer.
Varias pestes azotan nuestra sociedad: hay desigualdad y pobreza, materializadas sobre todo en una condena marcada por las casi nulas rutas legales para el ascenso social: si se nace pobre, lo más seguro es que se muera pobre, y, con el clasismo que nos cargamos, es además vivir en el desprecio.
Entonces llega un flautista de ropas extravagantes, que con un discurso seductor promete resolver problemas, y, para que su discurso sea creíble, hay que reconocer que hace algunas cosas que le merecen méritos: les permite a algunos escalar posiciones, elimina riesgos menores, mantiene a Hamelín en calma. Pero luego pide su pago.
Los hermanos Grimm no lo mencionan, pero estoy seguro de que el flautista exigió pagar más de lo acordado originalmente; de otra forma, no se entiende la actitud de los ciudadanos, quienes le reprocharon a los gobernantes por no cumplir las condiciones del flautista.
Y como no se pudo pagar, entonces se llevó lo más valioso. Lo desapareció.
Las horas aciagas me hicieron pensar en el trato que hemos construido con el flautista: de distancia e ignorar, de cercanía y aplauso por eliminar las ratas. A diferencia de Hamelín, aún tenemos la oportunidad de renegociar el trato, de exigir justicia para que el discurso seductor no nos distraiga de lo prioritario que es proteger a los más vulnerables.
La flauta puede seguir sonando, pero urge construir caminos dignos hacia otra dirección.
