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Agenda Ciudadana | Época de opinión pública

Por: David Chávez Camacho

Autlán de Navarro, Jalisco. 14 de diciembre de 2020. (Letra Fría) Es curioso el dicho aquel de que “la voz del pueblo es la voz de Dios”, si se generaliza, es decir, si se entiende como “pueblo” a la sociedad en su conjunto, quitando a este término su carga política e ideológica, digamos que de clases sociales. Según este sentido político ideológico, “pueblo” sería el vulgo, el común, el sector poblacional al margen de las élites. 

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Es curioso, porque en el relato bíblico fue “la voz del pueblo” la que se decidió por la muerte de Dios, la crucifixión del Cristo, luego de una consulta popular. Así, sin gran problema teológico, pudiéramos afirmar que Dios decidió su propia muerte… y también su resurrección, claro.

Pero, bueno, sólo Dios sabe, además esta no es una columna de teología; así que la referencia bíblica termina aquí. La voz de Dios como voz del pueblo, es lo que ahora se conoce como opinión pública, que ni comienza ni termina en los medios de comunicación, aunque éstos tienen en ella un papel importante.

La antigua “voz del pueblo”, la opinión pública, es la interacción de las opiniones individuales, igual en la charla del café que en el programa de televisión con mayor rating. De tal interacción resulta que las opiniones individuales se modifican o se fortalecen, y también se genera un “clima” de opinión, como un espíritu, por decirlo metafóricamente, quizá a eso referían Carlos Marx y Federico Engels en la frase aquella del Manifiesto Comunista, la de “un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo”.

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La opinión pública es importante, por supuesto, pero no es pura ni santa. Eso de que “el pueblo es sabio”, es cierto relativamente, suena más a un acto de fe excesivo. Tan no es santa que sus átomos, las opiniones individuales, tampoco lo son. Una opinión no es más que una idea expresada, y nadie diría con seriedad que nuestras ideas son infalibles.

Nuestras ideas, el pensamiento, tienen una carga emocional tal que nunca son plenamente confiables, además de que se originan en nuestras percepciones a través de los sentidos, de cómo vemos, oímos, olemos, tocamos o gustamos, siempre de manera deficiente. Y, luego, toda percepción, convertida instantáneamente en idea, es acomodada a nuestras viejas estructuras mentales que nos condicionan.

Por lo anterior, solemos decir a otros: “todo lo acomodas a tu conveniencia”, o iniciamos una afirmación con un “yo creo que…”. Y es que en realidad nuestras ideas son en gran medida meras creencias.  Y de ello, de creencias fortalecidas emocionalmente, es de lo que se alimenta la opinión pública.

Y también por todo ello, la opinión pública es conservadora. Resulta que, al pensamiento, lo que menos le gusta es el cambio. De ahí que sucesos traumáticos o críticos, como la actual pandemia de COVID19, generan un sentimiento o creencia de irrealidad. Mucha gente cree que la pandemia ni el virus existen, porque así recurren al mecanismo de defensa de negar la realidad, cuando ésta provoca a crisis al pensamiento.

La opinión pública es conservadora, con razón o sin ella, acierte o se equivoque; es sencillamente un juzgado que sanciona al que se atreve o yerra en el “clima de opinión”. De ahí que también todo político tienda a ser, más que conservador, omiso en los asuntos polémicos, es decir, mejor no le entran.

Ante ese juzgado, un senador como Samuel García es sancionado si afirma impertinentemente que sufrió porque su padre lo llevaba a jugar golf como condición para entregarle su paga semanal; o Enrique Alfaro es sancionado, con razón o no, si es videograbado en una cena en días de pandemia; o AMLO resulta increíblemente indiferente cuando afirma que el cubrebocas no es indispensable para prevenir COVID19.

MA/MA

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