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El huracán en Isla Socorro 

Jorge Martínez Ibarra nos cuenta cómo vivieron el impacto de un huracán en Isla Socorro, una turbulenta aventura en la que casi pierden su casa de campaña, el único refugio con el que contaban. Además, nos narra el agotamiento y la incertidumbre que los acompañó durante toda la noche y madrugada, hasta que pasó la tormenta.

Por: Jorge Martínez Ibarra | El Caminante

Zapotlán el Grande, Jalisco. 25 de agosto de 2022. (Letra Fría) El huracán nos golpeó con inusitada fuerza, sacudiendo violentamente la carpa mientras hacíamos denodados esfuerzos para evitar que la estructura colapsara. Comenzó a oscurecer, las ramas de los árboles aledaños crujían ante el vendaval y el estridente silbido del viento preludiaba una noche en vela. 

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La casa de campaña convulsionaba en todas direcciones. Una ráfaga hizo volar una de las estacas de las esquinas…quedaban ocho, que paulatinamente se irían perdiendo a lo largo de la noche.

Había que evitar que se siguiera sacudiendo, pues corríamos el riesgo de que el armazón metálico se rompiera y nuestro refugio se viniera abajo. No era tarea fácil. Arrojamos las mochilas y algo de equipo a la esquina que carecía de soporte con la finalidad de ganar algo de estabilidad con el peso, turnándonos para sostener el equipo, pues las sacudidas eran violentas y no podíamos durar demasiado.

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El toldo había sido arrancado y azotaba contantemente la superficie de la tienda como un látigo implacable. Al embravecido viento se le sumó la lluvia: fría, constante, pertinaz. Gradualmente el techo comenzó a saturarse de agua hasta que comenzó a gotear, sutilmente al principio y a chorros constantes después.

Nuestros cansados músculos luchaban por mantener en pie el esqueleto metálico del refugio, pero cada vez nos resultaba más difícil. A las dos de la mañana, la mitad de las estacas habían sido arrancadas de su lugar y moviéndonos constantemente en el interior, hacíamos esfuerzos para evitar que la casa saliera volando con nosotros adentro. Estábamos ateridos de frío, cansados y adoloridos por el esfuerzo…y el viento no cedía.

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Nunca me imaginé que el aullido de un ciclón fuera tan impresionante….¡uhhhhhh, uhhhhhh!, escucharlo erizaba la piel y ponía los pelos de punta. La oscuridad era ya total y el movimiento de de la luz de las linternas era lo que nos permitía ubicar nuestras posiciones y mostrar nuestros demacrados rostros, casi vencidos por la fatiga. Hablábamos poco y nos empezamos a preocupar, sentíamos que no soportaríamos estar toda la noche en esa turbulencia.

Aproximadamente a las cinco de la mañana amainó la velocidad del viento y el huracán comenzó a perder fuerza, transformándose en una húmeda ventisca. La casa paulatinamente había perdido su estructura original y se encontraba ladeada, cual barco a punto de zozobrar.

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Estábamos calados hasta los huesos, tiritando de frío y sin nada seco que ponernos. Afortunadamente, el equipo y la despensa habían sido bien resguardados y no sufrieron daños. Comenzó a amanecer y por fin pudimos salir de nuestro maltrecho refugio. El panorama era impresionante:  platos, tazas, platos y cacerolas desperdigados alrededor, ramas rotas, arbustos doblados y plantas inclinadas como una señal de la fuerza del viento.

El sol apareció a lo lejos… buena señal, en un rato dejaría de llover. Emprendimos la tarea de recuperar nuestros trastos, recoger el maltratado toldo y desarmar la casa de campaña. Comenzamos a recoger la tienda, extendimos las bolsas de dormir y colgamos algo de ropa en los árboles aledaños esperando se secasen un poco con la primera luz del día y el aire de la mañana. No teníamos ánimos de charlar. Agotados al extremo, anhelábamos estar secos y descansar. Nuestros  fatigados rostros reflejaban el esfuerzo de mantener el refugio en pie a lo largo de toda la noche. 

Poco después de las seis de la mañana escuchamos un ronroneo familiar. Por una brecha se acercaba hacia nosotros una de las viejas camionetas pick up de la Armada. Al llegar, el chofer, uno de los marinos con quien habíamos empatizado rápidamente,  esbozando una amplia sonrisa en su rostro, exclamó: -¡la libraron, cabrones!-.

Nos explicó que varios compañeros estaban dispuestos a venir por nosotros al comenzar el huracán, pero el Comandante de la isla lo prohibió por considerar demasiado arriesgado conducir un vehículo bajo tales condiciones climáticas. Así que esperaron y una vez pasada la tormenta, nos recogieron.

El viaje de regreso a la Base Militar fue una imagen que perdurará para siempre en mi memoria: la casa de campaña mojada y enrollada, las mochilas, el equipo y los utensilios de cocina junto con nosotros apretujados en la parte trasera del vehículo. Somnolientos y soportando los tumbos del camino, le concedimos al sol una sonrisa de gratitud por acompañarnos en el trayecto.

Una vez en la Base, nos reportamos ante las autoridades y posteriormente nos dimos un baño; el agua era salobre, lo que impedía que el jabón o el shampoo hicieran espuma, quedando además con una sensación pegajosa al final de la ducha. No obstante, ha sido una de las sensaciones más placenteras de mi vida. 

Después del baño y exhaustos por el esfuerzo, nos fuimos a dormir en los camastros, dispuestos a descansar y a soñar entonces con la próxima aventura.

MV

Profesor e Investigador del Centro Universitario del Sur de la Universidad de Guadalajara. Productor audiovisual. Apasionado de los viajes, la fotografía, los animales, la buena lectura, el café y las charlas interesantes.
Columnista en Letra Fría.
Correo: jorge.martinez@cusur.udg.mx

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