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La casa de mi infancia

Jorge Martínez Ibarra nos remonta a su infancia. Nos cuenta de su casa, su hogar. "El lugar donde me sentía seguro, acompañado. El sitio de las más disímbolas aventuras, los más estrambóticos juegos y los más intrépidos sucesos".

Por: Jorge Martínez Ibarra | El Caminante

Zapotlán el Grande, Jalisco.- Mi casa, mi hogar. El lugar donde me sentía seguro, acompañado. El sitio de las más disímbolas aventuras, los más estrambóticos juegos y los más intrépidos sucesos. Mi imaginación era la frontera y las paredes, el techo, la escalera, el patio y la cochera, los límites.

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La morada paterna tenía un piso de mármol blanco con diversas y serpenteantes líneas grises que lo atravesaban. No, no éramos ricos pero papá lo consideraba elegante y de buen gusto mientras que para mamá era un gasto superfluo. Del mismo material era la escalera, lo cual convertía a los escalones en excelentes rampas de patinaje cuando descendías por ellos a toda velocidad con tus tenis Dunlop de suela de goma hasta llegar al piso, en el momento justo para escapar a toda prisa de los gritos de mi madre: -¡no bajes corriendo que te vas a caeeeeeer!-.

En la parte superior de la escalera se encontraba un enorme y voluminoso candil colgando del techo cual gigantesco arácnido. Cada vez que pasaba bajo él imaginaba su repentino desprendimiento y el caos que seguramente ocasionaría: el estruendoso ruido, el griterío de alerta, los vecinos tocando apresuradamente a la puerta preguntando alarmados: ¿qué pasó?, ¿qué es ese escándalo?  y yo saliendo con una cara imperturbable y solemne solamente a decir –no pasó nada, no se preocupen, solo se soltó el candil del techo-.

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El pequeño jardín de la entrada albergaba un sinfín de insectos: hormigas, arañas, grillos, chapulines, libélulas y algunas pequeñas mariposas. Cuando lo regaba el acomodo de las plantas formaba un pequeño canal por donde el agua iba arrastrando a su paso pequeños trozos de hojas secas, flores marchitas, diminutos terrones y los restos de algún bicho que había perecido con antelación; era como un minúsculo mundo selvático y más de alguna vez me pregunté cómo sería vivir ahí bajo el rosal o junto a la malva. Al lado se encontraba la cochera para estacionar el efímero vehículo que tuvimos durante algunos años. Mi padre decidió venderlo y entonces el espacio se convirtió en una especie de minicancha en la cual mi hermano mayor y yo jugábamos a ejecutar penales en tandas de a cinco.

El punto de tiro era la tapadera del aljibe y la portería la reja metálica que daba a la calle. Si el portero era ágil y rápido podía detener el disparo pero frecuentemente el balón salía despedido por encima del travesaño imaginario y se dirigía hacia la avenida. Había entonces que salir rápidamente de casa en pos del esférico, siempre y cuando no viniese un auto cerca. De ser así, la estrategia consistía en gesticular elocuentemente para advertir a los conductores que nuestro tesoro deportivo estaba en peligro.

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Una variante de este juego era aprovechar el patio trasero de casa para así contar con dos porterías a la vez. El problema radicaba en que si la bola superaba la altura de la pared teníamos que concertar su entrega con nuestros vecinos. Del lado norte caía en el terreno de Don Ángel, un anciano y afable vendedor ambulante de dulces que poseía una pequeña casa con un amplio corral en la parte trasera en el cual criaba gallinas y puercos.

Previa autorización suya para localizar el esférico, me introducía en un estrecho pasillo a cuyos lados estaban el baño, la habitación y una pequeña cocineta sumidos en las penumbras. Al final del corredor se encontraban los chiqueros y los corrales, la mayoría de las veces en deplorable estado por falta de mantenimiento por lo que los animales deambulaban libremente en el espacio abierto. Comenzaba entonces la pesquisa. Localizar un pequeño bulto redondo entre el lodo, las piedras, la maleza, los desperdicios y demás linduras que no vale la pena mencionar era una odisea.

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Un detective no pudo haber tenido mayor exigencia ni rigurosidad en la búsqueda del objeto perdido dada su lúdica relevancia. Cuando al fin era vislumbrado, el siguiente reto consistía en acercarse sin resbalar y caer por miedo a la segura reprimenda de mi madre: -¡¿qué no ves que quitar esas manchas de la ropa es muy difícil?!-. Haciendo de tripas corazón me acercaba sutilmente cual predador a su presa; me situaba estratégicamente a su lado para para alcanzarlo y ¡listo, ya está!. Lo tomaba amorosamente y lo alzaba cual bebé recién nacido cuidando no dejarlo caer pues lo empinado del terreno hubiera dificultado más la maniobra de rescate. Su nauseabundo olor explicaba la trayectoria seguida desde su salida de casa.

Había que regresar para seguir jugando. Subía los rústicos escalones tallados en el piso de tierra de dos en dos, recorría raudo el estrecho pasillo y al pasar le gritaba al abuelo: ¡gracias Don Ángel! y le hacía una seña con la mano. Me respondía el saludo con una sonrisa y un ¡ándale pues! Entraba a casa. Había que lavar el balón pues lo requería con urgencia. Una vez limpio, continuábamos peloteando y entonces si el balón volaba hacia el lado contrario, había que ir a la casa del Licenciado Villalobos, un cascarrabias y malhumorado octogenario.

Echamos suertes y perdí otra vez. Ni hablar, nuevamente al rescate de nuestro juguete. Toqué. Apareció a la entrada el Licenciado con su adusto semblante y cara de pocos amigos; antes de permitirme entrar por la pelota me dio un amplio sermón del fastidio que significaba levantarse del sillón donde leía el periódico a abrirme la puerta cada vez que mi bola llegaba a su patio…en esa ocasión me rescató Doña Petra, su esposa que con una amable sonrisa inclinó la cabeza y me indicó que entrara. Suavemente escapé de la mirada asesina del Licenciado y comencé la búsqueda. El jardín era enorme y desprendía un fabuloso olor a pasto recién cortado. Localicé fácilmente a mi redondo amigo, lo abracé con júbilo y regresé a la entrada.

La anciana devolvió mi amistosa sonrisa y me despidió no sin antes enviar afectuosos saludos a mis padres. Mientras se cerraba la puerta aún escuché refunfuñar al Licenciado, reclamando la posibilidad de que mi travesura le ocasionara la pérdida de una de sus valiosas macetas de barro. Pensé: ojalá la siguiente vez le toque venir a mi hermano.

MV

Profesor e Investigador del Centro Universitario del Sur de la Universidad de Guadalajara. Productor audiovisual. Apasionado de los viajes, la fotografía, los animales, la buena lectura, el café y las charlas interesantes.
Columnista en Letra Fría.
Correo: jorge.martinez@cusur.udg.mx

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