Por Jorge Martínez Ibarra | El Caminante
La primera vez que probé la leche bronca (sin pasteurizar) fue cuando iniciaba la primaria.
El tío Nacho (pariente lejano por parte de mi madre) repartía a domicilio el lácteo en una desvencijada camioneta Datsun casi tan vieja como sus canas.
Desde media cuadra antes hacía sonar repetidamente el quejumbroso claxon anunciando su llegada. Me encantaba recibirlo con una sonrisa (a fin de cuentas, era familia) mientras le acercaba la olla sobre la cual vaciaría el líquido.
Las malas lenguas decían que rebajaba el producto de la ordeña con agua para hacerla rendir aunque mi madre consideraba que eran puras habladurías “de la gente desquehacerada”.
Mi padre bromeaba en que en una ocasión lo pusieron a prueba para ver su honestidad y varios testigos estuvieron presentes en el momento en que vertía la leche a las cántaras sin que mediara gota de agua en el llenado de éstas por lo cual los clientes quedaron conformes… hasta que un ojo agudo se dio cuenta que cuando vaciaban la leche las cántaras ya contenían su parte proporcional de agua.
A mi madre no le hacía la menor gracia cuestionar la honestidad del tío Nacho y a mí me daba confianza suficiente su bonachona sonrisa y sus abundantes bigotes que parecían tener vida propia.
Además, siempre nos daba medio litro extra de regalo lo cual, a decir de mi padre, era para compensar el agua integrada con antelación.
Una vez recibida el siguiente paso era hervirla.
La tarea era aparentemente sencilla: se colocaba la olla a fuego lento y periódicamente había que revisarla para que cuando alcanzara su punto de ebullición y comenzara a reptar rápidamente por las paredes del recipiente, cerrar rápidamente la válvula de la estufa en el momento exacto y así evitar que el líquido se derramara.
Si yo era el responsable de tal encomienda tenía dos opciones: realizar periódicas inspecciones hasta que la leche comenzara a burbujear (preámbulo de su elevación) y estar presto a cortar el suministro de calor o… salir al patio a jugar y tomar el riesgo (calculado, por supuesto) de volver cada tanto para ver al avance del proceso.
Usualmente mis previsiones eran adecuadas y por lo general regresaba a tiempo para evitar una catástrofe.
No obstante, ocasionalmente (solo ocasionalmente) mi mente se enfocaba tanto en corregir el ángulo para patear el balón de la manera más apropiada para otorgarle el efecto deseado que olvidaba nimiedades como la leche calentándose.
Volvía abruptamente a la realidad cuando el olor a quemado delataba mi descuido.
Rápidamente apagaba el quemador y el líquido volvía a su posición original. Sin embargo, el daño estaba hecho. El recipiente evidenciaba a los lados diversos escurrimientos cual volcán en miniatura y las parrillas mostraban las inundaciones lácteas sufridas.
Había que poner entonces en marcha el Plan de Contingencia antes de que mamá se diera cuenta.
Cual partida de ajedrez el primer movimiento era clave y consistía en cambiar cuidadosamente el trasto de su posición original a una más lejana, evitando cualquier tipo de quemadura.
El segundo paso era tomar con unas agarraderas las rejillas y trasladarlas diligentemente al fregador antes de que se secasen. Vaciar una generosa cantidad de agua fría, restregarlas enérgicamente para borrar cualquier evidencia y dejarlas secar.
El tercer momento era el más delicado y requería de un alto grado de precisión: borrar cualquier huella de leche en la parte superior de la estufa.
Eso implicaba una cuidadosa observación de los diversos caminos que había seguido el serpentante líquido durante su escape de la cazuela.
Una vez identificados los puntos mojaba un trapo con suficiente jabón y cual avezado criminal, comenzaba a eliminar los rastros que pudieran comprometerme. Era un proceso metódico y concienzudo. Y cómo no, si me jugaba la posibilidad de un castigo por descuidar la tarea encomendada.
Generalmente me salía con la mía aunque no faltaba la ocasión en que mi madre regresara antes de lo previsto, que fuera descubierto por el enemigo (mi hermano mayor) que solícitamente comunicaba mi trastada o que simplemente se detectaran pruebas de mi culpabilidad: manchas en el piso, costras secas a los lados de la estufa o menor cantidad de la leche que originalmente fue vaciada en el recipiente. Si sucedía algo de eso mi último recurso para evitar una reprimenda era la convicción de mis argumentos.
El primer nivel consistía en una premisa simple e inocente: “estaba bien atento, nada más me volteé un momento y se tiró la leche” que fue útil solamente en un par de ocasiones.
Posteriormente, el sustento tenía que ser más diverso para librar la penalidad. “Justo cuando hirvió la leche llamaron por teléfono” ó “estaba en el baño”, fueron buenas opciones pero se agotaron rápidamente ya que nadie llamaba a casa a esa hora y el baño estaba junto a la cocina por lo cual podía ir y regresar en menos de un minuto.
Cuando mi abuela materna se fue a vivir con nosotros surgieron nuevas alternativas: “llevé a mi abuela a su cuarto“, «mi abuela quería ir al baño”, “por estar platicando con la abuela nos distrajimos y se tiró la leche”.
La anciana se daba cuenta de mis artimañas pero jamás chistó, simplemente me recomendaba que tuviera más cuidado.
Al pasar de los años, la leche pasteurizada comenzó a aparecer en las tiendas desplazando a la leche de las ordeñas “en precio y calidad” según rezaban los comerciales de la época; sumado a esto el tío Nacho dejó de repartir la leche bronca con la que preparábamos los licuados, las natas, los chongos, las jericallas, el jocoque y el yogurth porque “ya no era negocio”.
Poco a poco nos fuimos acostumbrando a no escuchar la destartalada y ruidosa camioneta de mi tío y su grito característico: “¡la lecheee!”.
En vez de ello, nos dirigíamos a la tienda a la vuelta de casa para comprar la nueva leche embotellada.
Se decía que la pasteurización era un proceso que garantizaba una mayor calidad en la leche pues eliminaba los microorganismos patógenos. Pero nunca supo igual.