Me encontré en la necesidad de obtener mi cédula profesional federal para realizar un trámite; uno de esos que emocionan y se hacen con motivación.
Recibí mi título en mayo de 2018, lo que determinó mi destino: todos los títulos profesionales expedidos después de octubre de 2018 pueden solicitar la cédula en línea.
Cinco meses me condenaron a hacerlo a la antigua: de manera presencial en la Dirección General de Profesiones de la SEP, en la Ciudad de México.
La cédula profesional es uno de esos documentos que a la mayoría de las personas nos parece un abuso. Cuesta caro y, para colmo, hace no mucho, unos diputados propusieron que, igual que las licencias de conducir, debía renovarse con frecuencia.
Pero asumamos que es necesaria, que la SEP debe garantizar que las universidades públicas y privadas, prestigiosas o patito, acrediten los requisitos para que sus programas formen profesionistas y no estafadores, y que el título expedido por la universidad esté debidamente registrado.
Es un proceso de validación para asegurar que, en la realidad profesional, uno sabe hacer lo que el papelito dice que sabes hacer.
Todos los negocios son legítimos si son legales, y es legal que haya personas que se ofrezcan a ahorrarte el viaje y hacer el trámite por ti. En promedio, el servicio cuesta 5 mil pesos, más los mil 700 que cobra la dependencia.
Saqué cuentas y agradecí, yo mismo seguí los pasos publicados en el sitio web. Por una promoción y por ser compatible con mi agenda, juzgué que lo más conveniente era viajar por carretera desde Guadalajara.
El viaje
“Jóvenes desaparecen en las inmediaciones de la Nueva Central Camionera”, leí en un periódico tapatío la noche que tomé el camión. Era un lugar frecuente en mi vida hace 20 años, pero llevaba casi una década sin pisarlo. Sentí miradas amenazantes entre el ir y venir.
Me senté cerca de unos muchachos que esperaban igual que yo, y sentí miedo, creo que igual que ellos. Una pastilla de Dramamine después, las líneas del Cablebús me advirtieron que ya estaba en Iztapalapa, cerca de la Central Norte, y que el colorido Metro me esperaba.
La línea 7 tiene 40 años; lo sé porque en un viaje estudiantil leí que la inauguraron casi el día que nací. Los vagones naranjas que pasan por Los Pinos, el Auditorio Nacional y el muy exclusivo Polanco, corren a 40 metros de profundidad, alimentando con ganas mi claustrofobia. Por eso, al llegar a la Barranca del Muerto, me sentí inmensamente vivo al caminar por la Avenida Revolución.
La cédula
En la Dirección General de Profesiones entregué un fajo de fotocopias y mi título original. Quince minutos después me lo devolvieron con una promesa: “su cédula llegará al correo electrónico en tres a cinco días hábiles”. Ya no había nada más que hacer ahí.
Desanduve el camino, pero me detuve para atacar los tacos de canasta más insípidos que he probado en la capital, aunque tuvieron la virtud de darme energías para observar que todo el mundo en el Metro viaja con el celular en la mano, sin miedo a los asaltos.
Antes del mediodía ya estaba de nuevo con el Cablebús de Iztapalapa frente a mi ventana. El legendario tráfico de la antigua Tenochtitlán dejó de asfixiarnos dos horas después, justo cuando la lluvia de verano tomó su turno para hacernos viscoso el trayecto.
A eso de las cinco de la tarde, mi teléfono vibró: la cédula profesional prometida ya había llegado a mi correo. A mí aún me faltaban otras cuatro horas para llegar a la Central Camionera, donde el crimen cita a jóvenes con la promesa de trabajo, antes de desaparecerlos.