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Jungla

Jorge Martínez Ibarra nos cuenta cuando en su época de estudiante de Biología realizó un estudio sobre el comportamiento reproductivo de los cocodrilos en cautiverio en Nayarit. Esta aventura duró tres meses, que lo marcaron en su vida personal y profesional.

Foto: Gobierno de México.

Por: Jorge Martínez Ibarra | El Caminante

Zapotlán el Grande, Jalisco.- Era a principio de enero de 1991 cuando Chuy y yo salimos de Tepic rumbo a San Blas en una vieja pickup de la Secretaría, cuya oxidada puerta trasera, tablero roto, llantas lisas y carencia del tapón de gasolina evidenciaban el exceso de uso rudo y el poco mantenimiento del cual había sido objeto.

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En el destartalado vehículo iniciamos el recorrido por la autopista a Mazatlán y posteriormente nos entroncamos a la carretera libre cuyas curvas se sucedían serpenteantes una tras otra obligándonos a no despegar los ojos del camino. Jesús conducía y maniobraba hábilmente, aunque a baja velocidad; al salir de una prolongada pendiente pisó el embrague y aceleró suavemente al tiempo qué sonriendo, me decía: “voy despacio porque a veces a esta chingadera se le joden los frenos”. Respondí a su comentario con una desangelada mueca de terror mientras mi estómago comenzaba a sufrir un colapso y mi cuerpo se tensaba, presto a saltar del vehículo a la primera señal de alarma.  Afortunadamente, no fue necesario.

Continuamos el trayecto y unos kilómetros antes de llegar a San Blas mi acompañante giró el volante enfilándose con rumbo a la Playa de Matanchén-Las Islitas. Nos detuvimos en una pequeña palapa con un letrero que decía: “Bienvenidos a la Tovara”. Chuy saludó familiarmente a los pescadores apostados junto a sus embarcaciones, lanchas de siete metros con motor fuera de borda utilizadas para la pesca en alta mar y transformadas ahora en incómodos transportes para los turistas.

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Me saludaron hoscamente a la distancia y escuché a uno de ellos decir, señalándome: “¿y este cabrón qué?”. Mi compañero respondió: “se va a quedar un tiempo con Don Peña, va a hacer un estudio con los cocodrilos”. Me miraron de arriba a abajo con recelo, se encogieron de hombros y regresaron a sus sitios.

Chuy les solicitó apoyo para trasladarnos del embarcadero al cocodrilario, el sitio al cual nos dirigíamos. Echaron suertes y el que perdió se levantó de mala gana haciéndonos una señal para que lo siguiéramos. Extrañado ante tal descortesía fruncí el ceño para inquirir a mi compañero.

En voz baja me comentó que había un acuerdo con la SEDUE (la Secretaría de Desarrollo Urbano y Ecología de Nayarit) para trasladar a su personal las veces que fuera necesario al lugar donde se encontraban los reptiles en cautiverio pues los pescadores convertidos ahora en prestadores de servicios turísticos obtenían un beneficio económico por llevar a los turistas a conocer el recinto. Percibí que no consideraban el trato justo; a la persona seleccionada le implicaba gastar parte de su gasolina destinada a los recorridos y perdía la oportunidad de realizar viajes durante la visita de los funcionarios.

Subimos a la lancha. El motor ahogaba cualquier intento de conversación por lo que hablamos poco durante el trayecto. Me limité a contemplar los enormes bosques de mangle a los costados de los canales por los que circulábamos. De pronto, una silueta conocida llamó mi atención. Flotando, inerme, con los ojos entreabiertos y mostrando una enorme hilera de colmillos a los lados del hocico vi el primer cocodrilo de muchos que encontraría posteriormente en el lugar. Después de un rato de navegar llegamos al lugar.  

El embarcadero era un muelle de madera situado en un cuerpo de agua de forma ovalada conocido popularmente como “El Tanque” donde nos recibió con una amplia sonrisa “Don Peña” conocido también en algunos lugares de su natal Guerrero como Sabino Hernández. Vivía permanentemente en el Centro Reproductor y era una curiosa combinación de administrador, vigilante, albañil, alimentador de animales y guía. Era un hombre delgado y fibroso de sesenta y pico de años cuya piel morena delataba las largas horas pasadas al sol y su risa constante la manera jovial de afrontar los avatares de la vida. Congeniamos de inmediato.

Le expliqué que realizaría un estudio sobre el comportamiento reproductivo de los cocodrilos en cautiverio durante tres meses y que había hablado con las autoridades de la Secretaría para obtener el permiso institucional. Estrechó efusivamente mi mano y emocionado, me dio la bienvenida. Una semana después me establecí definitivamente.

A la entrada del lugar se encontraban las jaulas destinadas a los animales silvestres que habían sido decomisados: coatíes, mapaches, guacamayas, cotorros y una hembra de pecarí de collar llamada Chacha quien acostumbrada al contacto humano en cuanto detectaba la presencia de visitantes se acercaba a la cerca con la finalidad de recibir alguna caricia. Don Peña la llamó y en cuanto la tuvo a su alcance comenzó a rascarle el lomo ocasionando que Chacha emitiera ásperos gruñidos de satisfacción.

Mi nuevo amigo me invitó a hacer lo mismo -para que se vayan conociendo-me dijo. Temblando me situé junto al magnífico animal; Chacha bostezó mostrando sus impresionantes colmillos mientras sus ojillos me estudiaban para ver si le representaba algún peligro. Tranquila, se colocó mansamente a mi costado. Cuidadosamente toqué su dorso y nos estremecimos a la vez; habíamos entrado en confianza.

Otros inquilinos del sitio eran los cocodrilos adultos que se encontraban en cuatro acuaterrarios rodeados por una pared de cemento sobre la cual se levantaba una cerca de malla ciclónica. Otros espacios con características de construcción similares, pero con superficies más pequeñas eran destinados para los cocodrilos juveniles y las crías. Al final se encontraba la bodega en la cual se guardaban herramientas, motores, combustibles, lubricantes, mangueras, material para construcción y/o reparación e insumos para la limpieza y el mantenimiento del sitio.

Junto al almacén había otro cuarto de similares dimensiones que compartía con Don Peña y que fungía como alacena, dormitorio, cocina, comedor, salón de juegos, sala de lectura, oficina y biblioteca además de sitio de reflexiones profundas. Mis observaciones de los cocodrilos iniciaban a las cinco de la mañana, cuando la oscuridad era absoluta. Para iluminar el albergue de los animales y con la finalidad de deslumbrarlos lo menos posible utilizaba lámparas de petróleo. Colocaba estos rústicos artefactos en los postes situados en las esquinas y luego me situaba estratégicamente en una silla con libreta, lapicera, grabadora y cámara fotográfica. El viento hacía bailar la luz de los mecheros y reflejaba el anaranjado de las bamboleantes llamas en los ojos de los lagartos otorgándoles un siniestro aspecto.

Conforme iba clareando, Don Peña despertaba y me llamaba a desayunar. No teníamos refrigerador ni estufa, por lo que preparábamos los alimentos en un brasero hechizo a ras del piso con un poco de leña recogida de los alrededores, un par de ladrillos y una rejilla encima insumos suficientes para preparar huevos con cebolla, chile y jitomate (a veces con atún), calentar frijoles enlatados, tortillas y agua para el café instantáneo. Un ocasional pan dulce y leche en polvo complementaban nuestra dieta matutina.

A partir de las diez de la mañana comenzaban a llegar los botes con turistas para ver a los cocodrilos y conocer el lugar. Los pescadores eran guías muy parcos que solo les señalaban a los pasajeros los animales que se encontraban durante el recorrido y que al llegar al embarcadero les mencionaban del tiempo disponible para la visita. Posteriormente se embarcaban de nuevo y se dirigían al restaurante situado en otra área del extenso manglar.

En una ocasión uno de los lancheros me pidió que les platicara a los paseantes un poco de lo que yo hacía. Mis cursos de inglés recientemente finalizados demostraban su eficacia cautivando a los canadienses, noruegos, suizos, norteamericanos, franceses y de otras múltiples nacionalidades al explicar la ecología básica de los cocodrilos: donde viven, qué comen, sus enemigos, su longevidad, etc.

Los entusiasmados visitantes me solicitaban tomarnos fotos cual si yo fuera un personaje de ficción o salido de una novela de aventuras a lo cual accedía gustoso. Las propinas obtenidas por las improvisadas charlas las utilizaba para adquirir víveres y pagar los traslados requeridos durante mi estancia.

En una ocasión que nos otorgaron una generosa gratificación invité a Don Peña a comer al restaurante a donde llevaban a los extranjeros, trasladándonos en nuestra pequeña lancha de cuatro metros de eslora. Al llegar, aparcamos junto al resto de las grandes embarcaciones donde sus dueños charlaban animadamente mientras sus clientes comían. La mala impresión de cuando nos conocimos se había esfumado y ahora nos saludaban jovialmente.

El siempre querido Don Peña y el entusiasta muchacho que lo acompañaba (el biólogo, decían) despertábamos la simpatía entre los pescadores, los comensales y los dueños del lugar. Pedimos un par de cervezas heladas y luego camarones, la especialidad de la casa. Comimos opíparamente y cuando pagamos agradecimos en silencio a los visitantes por habernos permitido disfrutar de ese manjar tropical.

Llevaba a cabo la observación vespertina de los animales de las dos de la tarde a las siete de la noche, justo antes de que empezara a oscurecer. Por lo general, comía en el sitio de observación para no perder detalle. Ya por la noche recogía mis insumos y me dirigía a nuestro dormitorio-oficina-cocina donde merendábamos como a las siete treinta pues la carencia de electricidad limitaba nuestras actividades.

La pequeña fogata iluminaba el recinto de manera inconstante y entonces, comenzaba la magia. Don Peña encendía sus cigarros faros sin filtro y entre cada bocanada de humo me compartía diversas anécdotas de su vida, de su infancia, de su juventud, de cuando fue jornalero agrícola, de los sitios que conoció viajando por el mar durante su paso por la Armada, de su amor experiencial con una prostituta del pueblo a quien invitaba a cenar para luego dirigirse al hotel a desfogar su amor, despidiéndose hasta el próximo encuentro. A través de los ojos de Don Peña percibía sus añoranzas. A veces nos sentábamos sin cruzar palabra a tomar café o aguardiente y a escuchar música en una grabadora de pilas. Algunas canciones lo ponían nostálgico y entonces su historia brotaba a borbotones, enronqueciéndole la voz y haciéndole trastabillar las palabras.

Transcurridos tres meses regresé a Tepic. Seguíamos en contacto esporádicamente y sabía de él por los compañeros de la Secretaría. Obtuve mi título de Biólogo y me trasladé a Guadalajara por cuestiones laborales.

Varios meses después oferté un curso sobre manejo de cocodrilos y regresé a “El Tanque” donde ya había energía eléctrica a través de una planta de gasolina, se contaba con una pequeña estufa de gas y habían llevado a cabo algunas mejoras en la infraestructura a partir de que uno de los lagartos se había escapado trepando por la malla de alambre, doblándola y dirigiéndose una vez libre al pantano aledaño. –Ahí anda- me decía Don Peña -diario lo veo cuando sale a asolearse, por eso ya no me baño en el estanque-. Reímos divertidos por la anécdota.

El curso terminó y nos despedimos de nuevo. Un año más tarde durante una visita a Nayarit fui de nuevo a buscarlo. El ingreso al cocodrilario ya no solo era solo por agua, sino que desde la carretera existía una brecha de terracería que llegaba directamente al lugar, lo cual permitía aumentar la afluencia de visitantes.

Ya no era el sitio rústico y agreste que yo conocí, ahora contaba con energía eléctrica permanente, un amplio muelle, accesos, letreros, andadores, sanitarios para los visitantes, camastros para el personal y gente llegando y yéndose de manera constante.

Don Peña me saludó cariñosamente, aunque su sonrisa se veía cansada, gastada. Me comentó que en unos meses posiblemente se fuese a vivir a San Blas o volviera a su tierra guerrerense. Nos separamos con un fuerte abrazo y un hasta pronto que nunca sucedió. Jamás lo volví a ver. Desde entonces nunca he regresado, quizás porque no quiero ahuyentar a mis recuerdos.

MV

Profesor e Investigador del Centro Universitario del Sur de la Universidad de Guadalajara. Productor audiovisual. Apasionado de los viajes, la fotografía, los animales, la buena lectura, el café y las charlas interesantes.
Columnista en Letra Fría.
Correo: jorge.martinez@cusur.udg.mx

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