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Otro gran día

Jorge Martínez Ibarra nos narra otro gran día que vivió en su niñez. Se trata de una de sus primeras salidas fuera de casa junto a su familia, a las playas de la costa nayarita y las diversas aventuras con el mar, los peces, y la arena.

Por: Jorge Martínez Ibarra | El Caminante

Zapotlán el Grande, Jalisco. 29 de septiembre de 2022. (Letra Fría).- Mis primeras salidas fuera de casa las hice junto con el clan familiar a las playas de la costa nayarita. Para un niño como yo era una increíble aventura el recorrido en auto, con una duración oscilante de entre cuarenta minutos a una hora y media (dependiendo del lugar seleccionado) de Tepic a la playa.

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A lo largo del trayecto, las curvas de la carretera parecen no terminar nunca y el viaje se hace eterno. Es desesperante. Sin tener una clara idea del tiempo, los tipos de vegetación señalan el avance del camino conforme cambian sus tonalidades, su estructura y su tamaño… en esas jornadas aprendo que conforme nos acercamos a la playa se comienzan a ver cada vez con mayor frecuencia las huertas de plátano, de mango o de papaya …

El sol se hace cada vez más sofocante y el aire más espeso; mi propio sudor comienza a empaparme la camisa. Poco a poco, las curvas desaparecen y el auto se traslada a mayor velocidad. A lo lejos aparecen las siluetas de aquellos gigantes que ya nos son familiares: erguidos, esbeltos y con el pelo alborotado, haciéndonos señas de que nos acercásemos más. Las enormes palmas franquean la entrada a la playa, dándonos la bienvenida. ¡Hemos llegado!.

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Bajo rápidamente del auto y corro a dejar la toalla, los huaraches y la ropa que utilizaré una vez que salga del agua en las sillas de lámina que están bajo las palapas. Es como alcanzar el paraíso.

Ahora sí, me dirijo descalzo hacia el agua surcando lo más rápidamente la arena, pues siento que se me queman los pies–¡auch, está caliente!-. Las risas y los gritos son el preámbulo a la primera zambullida… un escalofrío  me recorre todo el cuerpo haciéndome temblar como un contorsionista. ¡A hundirse de nuevo para que el cuerpo se acostumbre a la nueva temperatura!

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A la tercera inmersión mi cuerpo ya se ha adaptado. El consejo de mi madre de no abrir los ojos debajo del agua porque se irritan con la sal no es escuchado – ¡wooow!-  definitivamente mirar bajo el agua es como entrar a otro mundo. A los siete años, explorar el océano a cuatro metros de la playa puede ser fascinante, sin duda.

Juego entonces a que soy un sobreviviente en alta mar de un barco pirata recientemente hundido por sus enemigos corsarios y nado hacia la playa buscando sobrevivir…inesperadamente me veo acorralado por un grupo de agresivos seres (un pequeño cardumen de pececillos que me rodea y ocasionalmente me pegan un mordisco) que tratan de impedir mi escape.

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Aprovechando la primera ola huyo de ellos y luego ruedo por la arena, feliz de haber superado tan feroz ataque. Dejo que el sol me queme, desoyendo nuevamente las indicaciones maternas. Se siente bien. Me quedo tirado mientras las olas me mecen de un lado a otro y escucho por momentos la algarabía de los demás visitantes de la playa.

Regreso al agua, el siguiente reto es saltar sobre las olas que rompen en la playa o pasarlas por debajo evitando ser arrastrado, pues las piedrecillas y conchas del fondo raspan fuertemente. Inicio con una ola pequeña y conforme tomo confianza, me interno un poco más hasta que apenas piso el fondo. Poco a poco, el viento arrecia y el oleaje se vuelve más constante.

Salto la segunda ola pero cuando voy cayendo llega la tercera y me atrapa. Mi cuerpo se convierte en un remolino, sacudiéndose en todas direcciones, trago agua salada -¡puaj!- y entonces soy arrojado violentamente a la orilla. Me levanto trastabillando justo a tiempo para evitar que una cuarta ola caiga sobre mí.

Estoy mareado, golpeado y rasguñado, pero con una sonrisa triunfal, como si hubiese sobrevivido a un maremoto. Un chiquillo me mira divertido envidiando mi atrevimiento. Paso junto a él lentamente y con aire victorioso, aunque mi estómago aún sigue procesando el agua salada.

Todavía no es tiempo de comer, por lo que el siguiente reto es construir un castillo en la arena lo suficientemente fuerte para que resista los embates de la marea. Inicio la tarea de manera entusiasta, aunque debido a mis limitadas habilidades de construcción el castillo adopta una forma peculiar, mezcla de la gran muralla china y un fuerte del medio oeste…después de haber sido atacado.

El caprichoso diseño cambia constantemente de forma dependiendo el ángulo por el cual lo golpee el agua. Después de la última oleada, las paredes se derrumban por lo que es necesario reforzarlas antes de la siguiente acometida del océano. Un arduo trabajo. Pierdo la batalla una vez que el agua penetra la fortaleza y deshace los muros.

Comienza entonces una metamorfosis, en la cual la fortificación se transforma en un cráter originado por un imaginario meteorito. Hay que averiguar lo que existe en las profundidades de ese pequeño abismo, por lo que aprovechando los vaivenes de la marea, escarbo a toda velocidad. Es en vano mi esfuerzo pues la corriente llega demasiado rápido, llenando inmediatamente el pequeño socavón.

El sol arrecia y el hambre empieza a hacerse presente. Me dirijo a la palapa con el fin de resguardarme unos momentos e ingerir los alimentos que me permitan continuar con la siguiente aventura. El manjar que espera es pescado zarandeado, una delicia. Mi madre aparta las espinas y yo ávidamente tomo el trozo de lonja que me ofrece. Después del tercer taco, estoy listo para volver a las andadas, hasta que una voz familiar me detiene, recordándome que debo esperar al menos una hora para regresar al mar.

El tiempo pasa lentamente…me mantengo a la expectativa y cada tanto pregunto: -¿ya?-. El permiso es denegado. Transcurre una eternidad antes de conseguir la autorización necesaria. Entonces regreso. Debo darme prisa, pues la puesta de sol indicará el inexorable retorno a casa y los mosquitos reforzarán el mensaje.

Entonces sucede. El partido de fútbol playero inicia y tengo la suerte de estar en uno de los equipos. El juego se complica cuando el agua constantemente te despoja del balón, además de que hay que eludir al vendedor de cocos, al nevero, a los músicos ambulantes y al puesto de mangos, pero el esfuerzo vale la pena. Perdemos cuatro a uno cuando escucho el aviso: -“es hora de irnos”-. Quizás en la siguiente visita obtenga la revancha.

El ritual previo al regreso consiste en un baño con agua fría para quitarse la sal del cuerpo, cambiarse la ropa mojada por una muda seca y subir de nuevo al vehículo. El sol comienza a ocultarse en el horizonte y los agudos zumbidos de los zancudos indican que es tiempo de volver. Las altas palmeras permanecen impasibles mientras nos alejamos y yo les digo adiós a la distancia.

Estoy cansado, exhausto… pero ha sido un gran día, otro gran día.

MV

Profesor e Investigador del Centro Universitario del Sur de la Universidad de Guadalajara. Productor audiovisual. Apasionado de los viajes, la fotografía, los animales, la buena lectura, el café y las charlas interesantes.
Columnista en Letra Fría.
Correo: jorge.martinez@cusur.udg.mx

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